¿Qué cubano de mi generación no viajó en el Tren Lechero...? Pero ahora estamos inaugurando una nueva ruta. El Tren Lechero Habana-Portland, desde La Habana, Cuba y la ciudad de Portland en los Estados Unidos. Agarren sus matules y suban... que ya se va el tren...
martes, 26 de mayo de 2015
Salvas de bienvenida
Hace exactamente dos días, temprano en la mañana, llegábamos a la Habana por la calle que nos lleva a la Plaza de Armas. Justo entrando al parque empezaron los cañonazos. Casi todos nos sobrecogimos visiblemente, pero nadie corrió. Solo los perros buscaron refugio iluso bajo los arbustos del jardín. Al tercer cañonazo corroboramos, casi con un aullido, que era solo un saludo a algún petulante entorchado extranjero. Ya frente al museo de la biblioteca Martínez Villena (donde agoniza Obispo) me estremeció de nuevo el modo en que amenazaban con desplomarse los nuevos cristales de su amplio portal, por efecto de la onda expansiva. Por suerte los 21 cañonazos no fueron suficientes. Algo faltó además de la intención.
Etiquetas:
Amael Rubio Acosta
Ubicación:
Havana, Cuba
lunes, 11 de mayo de 2015
El PRECIO DE LA FILOSOFÍA (un relato de la guerra)
Al mocito y Frómeta, a Marcos, cadetes… (También a ti
hermano).
Sabíamos que cuando se mandaba a hablar era
como un torrente y no importaba si las aguas se escapaban por un rato, poco a
poco él las iba trayendo al cauce, envolviendo y desenvolviendo ideas como un
mago. Lo que más nos gustaba era que no la ponía tan difícil y que no
arriesgaba mucho, por ello se podía confiar en sus fuentes y sus datos; aunque
siempre generales se acercaban mucho a la verdad, al menos eso decían los que
se habían atrevido a comprobarlo. Le decíamos el Filósofo. Todavía recuerdo que
jugaba el right field y era malísimo,
y cuando se le caían los flais, la gente
le gritaba: -filósofoooo, hijueputaaaa…-.
Pero su fuerte era hablar, explicar,
razonar…largo como una calle, con una lluvia de datos y detalles increíbles,
muchas veces insoportable. Un “muelero”, cualquiera diría. Aunque a mí me pareció
siempre que se tomaba el asunto mucho más en serio y que se preparaba con cuidado,
buscando el momento y el sitio adecuado para darnos una lección de conducta, de
política, de relaciones, de cualquier cosa. Ese lugar siempre fueron las
últimas dos literas del dormitorio, las pegadas a la ventana, en la que nos
amontonábamos en la cama de arriba, 4 ó 5 hombres en una y 4 ó 5 en la otra. -Cadetes…-. Nos llamaba el Filósofo con
aquel humilde aire de superioridad, cuando nos daba el placer de creernos que
la respuesta era para alguno de nosotros solo: nos la comíamos con los ojos,
con la boca abierta, con la respiración.
Parecíamos lo que en realidad éramos, dos equipos en competencia
tratando de demostrar cada uno lo poco que sabíamos de la vida, o de entretener
la noche hasta la hora del silencio, lejos de la presencia de los instructores
que aprovechaban para darse una escapada por el pueblo –a limpiar el fusil-;
nos quedábamos en aquel lugar donde todo el día se volvía entrenamiento para
matar o morir… -Dignamente- agregaba
el Filósofo, cada vez que abordaba el asunto con un dejo irónico al que nunca
le dimos mucha importancia.
Cuando hablaba de la guerra era
como una película. Se llenaba las manos y el cuerpo de gestos y fintas, y la
boca de detonaciones y humo. Aunque nunca contaba las batallas, solo las
analizaba: las tropas, el campo de operaciones, el armamento; la estrategia, la
táctica, la acción, la victoria o la derrota. Si acaso mencionaba a los generales, porque
los admiraba o por hacérnoslo saber a nosotros los ignorantes perpetuos. Los
hombres eran solo número. -Igual que
usted Cadete, que ha nacido en esta tropa con un número y con ese mismo morirá
en la próxima escaramuza, porque ya tiene “cara de baja”-. Se echaba a reír
en el rostro del guardia que no acababa de entender el fondo macabro del
asunto.
Tenía sus contrincantes. Gente que
se atrevía a traer al ruedo temas interesantes, nada de boberías o de mujeres. -Las mujeres es la única cosa donde no vale
la democracia, por lo menos en esta tierra-. -La mía es mía y la tuya es tuya-. Los escuchaba con cuidado mientras
los observaba. Sus gestos, su modo de sentarse, el detalle de sus palabras,
hasta las interjecciones, como si fuera a actuarlos, a representarlos ante el resto, pero no. Les
estaba haciendo un expediente silente de inconvenientes, falacias y errores con
los que los empujaría con saña a la categoría inferior de silencioso y admirado
auditorio. En realidad, aunque esa misma tarde se le hubieran caído tres fláis, el Filósofo era la estrella de la noche. El donjuán de la
lengua afilada.
Habíamos llegado en el mismo
barco y nos habían traído a esta unidad a terminar el entrenamiento que
comenzamos en La Habana
y continuamos en el barco. Ninguno de nosotros había participado en ningún
combate y mucho menos habíamos salido del país anteriormente. Estábamos admirados de la vegetación de aquel
lugar y disfrutamos del clima, menos caluroso que en Cuba, que nos obligaba a
amanecer todos los días con una chaqueta de abrigo. Muy cerca comenzaba el pueblo y a unos pocos
kilómetros se encontraba una gran unidad de combate que nos protegería ante
cualquier problema. Nosotros “los bisoños” solo marchábamos, hacíamos tiro y
ejercicios tácticos en el extenso campo enyerbado. También fue el Filósofo
quien nos puso el raro nombrete. Decía que lo recordaba perfectamente de la traducción
al español de las narraciones épicas de
Polevoi “Somos Hombres Soviéticos”,
que su viejo le obligaba a leer en lugar de Salgari, al que consideraba un
mentiroso que atribuía cualidades inexistentes a ciertas plantas del Caribe o
de Malasia. Éramos una tropa “bisoña” donde
había hombres de más de cuarenta y hasta de cincuenta años, recién llegados a
este ajeno lugar de África, en plan de guerra, a defender a estos oscuros
pobladores con nuestra propia sangre.
Una tarde el filósofo dibujó una
África imaginaria en la punta de su
índice y nos sacó un poco de la “trinchera de la ignorancia”. -Somos una tropa perpetuamente desorientada,
que no sabemos ni donde estamos, ni a que venimos, ni mucho menos si fuimos
invitados- dijo. Sellando la última palabra con la aguda punta del conocido
índice. Ya había sostenido esa misma discusión con el político, un joven y
valiente teniente que aún conservaba el brazo izquierdo en cabestrillo del
reciente encuentro con el enemigo. Un oficial nada bisoño que conservaba
firmemente la calma ante la andanada de argumentos del filósofo que se
desbarrancaba en su afán de ganar la diatriba. Al final, el político le impuso el
silencio con un sordo -atenjoooó- que el filósofo acató de un
salto con la mirada fría y atenazadora. Le explicó con cuatro frases bien
breves lo que ya él sabía y le dio fin al incidente con otro sordo: ¿Entendido?,
lo cual el filósofo ignoró catando el horizonte amarillento…
-¡Ah, y aproveche mejor la información política!- le ordenó el
oficial con una brusquedad desconocida en él hasta ese momento.
A algunos nos pareció que el filósofo
se había extralimitado con el teniente y se lo tratamos de decir esa noche en
las literas. Después de todo, el verdadero asunto de vida o muerte que veníamos
a solucionar era la guerra inminente, de la que muy difícilmente escaparíamos y
mucho menos ilesos, y era demasiado tarde para decidir por quién; o contra
quién era. En realidad, ya eso lo habían decidido quienes según nosotros y
ellos mismos, tenían el derecho indiscutible
de hacerlo. Además, cuando nos movilizaron nos dieron la oportunidad de negarnos,
aunque no lo hubieran preguntado directamente. Supimos de gente que se negó a
venir y que dieron un espectáculo en el Comité Militar aludiendo enfermedades
de los padres; que los muchachos estaban chiquitos; o que la mujer, la pobre,
no era nadie sin ellos.
Otros, simplemente, dijeron que no. También pasó lo
contrario, gente que pidieron irse. A otros los acompañó el viejo o la mujer casi
orgullosos de que se pudieran morir por gente desconocida y no sabemos hasta qué punto si agradecida o
no. Es probable que algunos hayan salido huyendo de un feo asunto, de un
compromiso o de cualquier otro problema. Es probable que se hayan dejado
cautivar por la aventura de ir a una guerra en África. Hay gente lo suficiente loca
para eso y más. ¡Ah, y seguro no faltaron los oportunistas, los arribistas, los
aduladores y hasta los cobardes; locos por quitarse el cartel con una pequeñísima, bien segura y aséptica heroicidad.
Aunque no creíamos que el filósofo fuera como ninguno de esos. Él había venido
por convicción… -y por Fidel. Seguro que hubiera agregado sin el más mínimo
rubor. Lo cual no evitaría que tratara por todos los medios de dar su opinión
sobre cada uno de los problemas que se presentaran y tratara de imponerla con el mayor número de
palabras posible; sin que a nadie nunca
se le ocurriera creer que esas palabras carecían de la veracidad y hasta de la
autenticidad suficiente. El filósofo seguía siendo el hombre honesto de siempre,
que no permitía la falta de respeto de no considerar sus pensamientos como
probables, pero, además, se había hecho cargo de nuestra silenciosa aceptación y
se había convertido en nuestro defensor, aun a riesgo de una reprimenda por
parte del mando y hasta de una sanción.
Al día siguiente, en la formación
el oficial instructor había hecho una clara alusión a los “conflictivos”, los
“boquiduros” y los “hipercríticos” y, finalmente, se fue del tema, demostrando
lo poco hábil que era para los sermones. Seguro que todos estábamos pensando en
el filósofo que estaba en la escuadra de la extrema derecha inmóvil como una
estatua de cera, pero no hizo el menor gesto.
El traslado hacia la unidad de
combate se produjo por la noche en helicópteros. Con todo el armamento y listos
para posicionarnos detrás de una tropa enemiga que atacaba a una unidad de
fuerzas combinadas. Luchábamos por demostrar tranquilidad, aunque el corazón se
nos escapaba por los ojos. Los oficiales y los miembros de la tripulación hacían
la vista gorda y nos animaban con frases breves y palabrotas ante cualquier
pequeño incidente. Al poco tiempo
estábamos en el aire. El filósofo iba junto a un joven teniente en un asiento
improvisado con las mochilas, se sostenía del fusil como de un bastón
innecesario y guardaba silencio. El viaje fue más largo de lo esperado y por
suerte no había ningún combate, solo una oscuridad enorme que no nos dejaba ver
por donde nos guiaban en silencio. Finalmente unas barracas de barro y unas
extrañas cobijas para descansar. El filósofo
depositó sus cosas en un rincón y salió afuera con el fusil sostenido en cruz entre los dos brazos.
– Ahora vamos
a chocar con la concreta- dijo para que todos lo oyeran mientras salía. El
teniente del cabestrillo venía entrando cuando se produjo la explosión. Los
cogió a los dos en pleno. Cuando nos decidimos a salir a ver qué había pasado; el
teniente estaba tirado de espaldas sobre un charco de sangre que crecía
rápidamente. La metralla le había cercenado el cuello, nos dimos cuenta de inmediato
que no tenía salvación. Uno de nosotros, en un gesto inútil, le envolvió la
parte sangrante con un pequeño pañuelo a cuadros azules, amarillo de churre. El
mortero, o lo que fuera, había destrozado la entrada de la barraca, algunas tablas
se hallaban tiradas por el piso y la tierra se había levantado ligeramente.
Nadie pensó en el filósofo, quizá porque el cuerpo del teniente estaba
atravesado casi a la entrada y nos ocupó toda la atención.
Estaba a unos cuatro metros de
nosotros. Sentado en el piso, mirándonos con la misma cara de burla de cuando
le contestábamos algún disparate, mientras se agarraba con las dos manos el
muslo derecho, consternado ante el amasijo de sangre negra, carne y tela que era
su rodilla.
– Cadetes, ayúdenme que no me quiero morir tan lejos de la casa- dijo
antes de desmayarse.
No supimos más nada de él. Al día
siguiente lo evacuaron junto al resto de los heridos y el cadáver del teniente,
todavía con el brazo en cabestrillo y el pañuelito sucio innecesario en el
cuello negro. El filósofo iba totalmente inmovilizado y silencioso como nunca.
La siguiente noche algunos nos
reunimos casi junto al lugar donde cayeron. Alguien intentó explicar que fue
una granada de mortero lo que había caído directamente sobre ellos por una
sencillísima ley física que el filósofo se había cansado de explicarnos. Pero finalmente el tema se
desvió y volvió a la deriva de los recuerdos de la familia y de la próxima
misión. El cadete al que el filósofo le había pronosticado la muerte tenía la
misma “cara de baja”, pero estaba íntegro sobre sus pies pequeños. La felicidad
andaba lejos disparando a discreción sobre cierta población civil; o sobre
todas las personas que ese hoy cumplían 20 años, o todas las que a esa misma
hora tenían su primer sexo, pequeño y agitado, con alguien que nunca va a ser
el amor; pero que para ser la primera vez bien lo parece; porque la suerte también
existe. Del hombre que nos faltaba solo queríamos algo para afirmarlo o negarlo
en agradecimiento y en tanto, esperar que amanezcamos con vida.
Creo que nunca supimos realmente cómo terminó
la guerra, ni si finalmente la habíamos ganado de verdad, o si eso era
importante. Creo que la mayor fortuna fue que regresamos. Algunos se asombraron
de que a todos nos dieron medallas sin contar bien quién había sido más valiente
o le había tocado el lugar más peligroso; pero creo que eso era bastante
difícil de saber y haber llegado hasta el final contaba mucho más que haber
muerto o haber salido malherido, por mucho que doliera. También nos quedó algún
recuerdo de aquella aridez amarillenta que nos sirvió de espacio.
El filósofo nos hubiera servido
para explicarnos qué pasaba que no sentíamos nada sublime; ni el raro sabor de
la victoria era tal, ni el orgullo del uniforme, ni el espíritu solidario (ni
un carajo). Solo unas ganas terribles de llegar; de tomarnos una botella de ron cubano en
el fondo del patio de la casa y de acostarnos
con una de aquellas muchachas del barrio que de pronto reaparecieron ante
nuestros ojos hermosísimas.
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