martes, 26 de mayo de 2015

Salvas de bienvenida


Vibran despavoridos los cristales del museo  

y dentro

las estatuas restauran el antiguo temor

(celosamente oculto)

bajo el destello de las estrellas de general…

Las magníficas porcelanas de sevres

adquieren un tenue matiz de desbalance

y estrenan poses imperceptibles…

Las banderas se apresuran al añorado contoneo del 

mástil…

Los retratos aprehenden sismos y diluvios 

(y mejoran del asma)…

las trazas huyen a lo profundo de las declaraciones

(mientras rumian mayúsculas)…

Solo las armas resisten impasibles en su vitrina 

hermética,

sin el menor temblor.

No se si prepotentes o sumisas…                                                                                                                                         

                                                                                                            


Hace exactamente dos días, temprano en la mañana, llegábamos a la Habana por la calle que nos lleva a la Plaza de Armas. Justo entrando al parque empezaron los cañonazos. Casi todos nos sobrecogimos visiblemente, pero nadie corrió. Solo los perros buscaron refugio iluso bajo los arbustos del jardín. Al tercer cañonazo corroboramos, casi con un aullido, que era solo un saludo a algún petulante entorchado extranjero. Ya frente al museo de la biblioteca Martínez Villena (donde agoniza Obispo) me estremeció de nuevo el modo en que amenazaban con desplomarse los nuevos cristales de su amplio portal, por efecto de la onda expansiva. Por suerte los 21 cañonazos no fueron suficientes. Algo faltó además de la intención.
(Hace unos años me propuse no volver a intentar la poesía, porque la considero arte de privilegio de muy pocos. Así que esto no es un poema, es solo la memoria de un susto contada desde dentro del museo). 

lunes, 11 de mayo de 2015

El PRECIO DE LA FILOSOFÍA (un relato de la guerra)

                                                                                          Al mocito y  Frómeta, a Marcos, cadetes… (También a ti hermano).

- Eso de la felicidad para mí es cosa del capitalismo. Ser feliz es algo individual…que no cuenta con el vecino, ni con el amigo, y a veces ni con la propia familia. ¿Alguna vez, tú oíste a Fidel hablar de la felicidad?- . Siguió diciendo que también era una palabra cursi, de novelita rosa. ¡Ay de los que tuvieran cojones de ponerla en un poema o en un cuento actual. Seguro que sonaba flojo, superficial. –Es un concepto pequeñoburgués-. Dio fin a la discusión, a la vez que señalaba al teniente que se acercaba. Lentamente fue adoptando la posición de atención para saludar al oficial justo cuando este llegara al lugar exacto en que no parecería una adulonería de su parte. 

 Sabíamos que cuando se mandaba a hablar era como un torrente y no importaba si las aguas se escapaban por un rato, poco a poco él las iba trayendo al cauce, envolviendo y desenvolviendo ideas como un mago. Lo que más nos gustaba era que no la ponía tan difícil y que no arriesgaba mucho, por ello se podía confiar en sus fuentes y sus datos; aunque siempre generales se acercaban mucho a la verdad, al menos eso decían los que se habían atrevido a comprobarlo. Le decíamos el Filósofo. Todavía recuerdo que jugaba el right field y era malísimo, y cuando se le caían los flais, la gente le gritaba: -filósofoooo, hijueputaaaa…-.

Pero su fuerte era hablar, explicar, razonar…largo como una calle, con una lluvia de datos y detalles increíbles, muchas veces insoportable. Un “muelero”, cualquiera diría. Aunque a mí me pareció siempre que se tomaba el asunto mucho más en serio y que se preparaba con cuidado, buscando el momento y el sitio adecuado para darnos una lección de conducta, de política, de relaciones, de cualquier cosa. Ese lugar siempre fueron las últimas dos literas del dormitorio, las pegadas a la ventana, en la que nos amontonábamos en la cama de arriba, 4 ó 5 hombres en una y 4 ó 5 en la otra. -Cadetes…-. Nos llamaba el Filósofo con aquel humilde aire de superioridad, cuando nos daba el placer de creernos que la respuesta era para alguno de nosotros solo: nos la comíamos con los ojos, con la boca abierta, con la respiración.  Parecíamos lo que en realidad éramos, dos equipos en competencia tratando de demostrar cada uno lo poco que sabíamos de la vida, o de entretener la noche hasta la hora del silencio, lejos de la presencia de los instructores que aprovechaban para darse una escapada por el pueblo –a limpiar el fusil-; nos quedábamos en aquel lugar donde todo el día se volvía entrenamiento para matar o morir… -Dignamente- agregaba el Filósofo, cada vez que abordaba el asunto con un dejo irónico al que nunca le dimos mucha importancia.

Cuando hablaba de la guerra era como una película. Se llenaba las manos y el cuerpo de gestos y fintas, y la boca de detonaciones y humo. Aunque nunca contaba las batallas, solo las analizaba: las tropas, el campo de operaciones, el armamento; la estrategia, la táctica, la acción, la victoria o la derrota. Si acaso mencionaba a los generales, porque los admiraba o por hacérnoslo saber a nosotros los ignorantes perpetuos. Los hombres eran solo número. -Igual que usted Cadete, que ha nacido en esta tropa con un número y con ese mismo morirá en la próxima escaramuza, porque ya tiene “cara de baja”-. Se echaba a reír en el rostro del guardia que no acababa de entender el fondo macabro del asunto.

Tenía sus contrincantes. Gente que se atrevía a traer al ruedo temas interesantes, nada de boberías o de mujeres. -Las mujeres es la única cosa donde no vale la democracia, por lo menos en esta tierra-. -La mía es mía y la tuya es tuya-. Los escuchaba con cuidado mientras los observaba. Sus gestos, su modo de sentarse, el detalle de sus palabras, hasta las interjecciones, como si fuera a actuarlos, a  representarlos ante el resto, pero no. Les estaba haciendo un expediente silente de inconvenientes, falacias y errores con los que los empujaría con saña a la categoría inferior de silencioso y admirado auditorio. En realidad, aunque esa misma tarde se le hubieran caído tres fláis, el Filósofo era la estrella de la noche. El donjuán de la lengua afilada.

Habíamos llegado en el mismo barco y nos habían traído a esta unidad a terminar el entrenamiento que comenzamos en La Habana y continuamos en el barco. Ninguno de nosotros había participado en ningún combate y mucho menos habíamos salido del país anteriormente.  Estábamos admirados de la vegetación de aquel lugar y disfrutamos del clima, menos caluroso que en Cuba, que nos obligaba a amanecer todos los días con una chaqueta de abrigo.  Muy cerca comenzaba el pueblo y a unos pocos kilómetros se encontraba una gran unidad de combate que nos protegería ante cualquier problema. Nosotros “los bisoños” solo marchábamos, hacíamos tiro y ejercicios tácticos en el extenso campo enyerbado. También fue el Filósofo quien nos puso el raro nombrete. Decía que lo recordaba perfectamente de la traducción al español de las narraciones épicas  de Polevoi “Somos Hombres Soviéticos”, que su viejo le obligaba a leer en lugar de Salgari, al que consideraba un mentiroso que atribuía cualidades inexistentes a ciertas plantas del Caribe o de Malasia.  Éramos una tropa “bisoña” donde había hombres de más de cuarenta y hasta de cincuenta años, recién llegados a este ajeno lugar de África, en plan de guerra, a defender a estos oscuros pobladores con nuestra propia sangre.

Una tarde el filósofo dibujó una África imaginaria  en la punta de su índice y nos sacó un poco de la “trinchera de la ignorancia”. -Somos una tropa perpetuamente desorientada, que no sabemos ni donde estamos, ni a que venimos, ni mucho menos si fuimos invitados- dijo. Sellando la última palabra con la aguda punta del conocido índice. Ya había sostenido esa misma discusión con el político, un joven y valiente teniente que aún conservaba el brazo izquierdo en cabestrillo del reciente encuentro con el enemigo. Un oficial nada bisoño que conservaba firmemente la calma ante la andanada de argumentos del filósofo que se desbarrancaba en su afán de ganar la diatriba. Al final, el político le impuso el silencio con un sordo  -atenjoooó- que el filósofo acató de un salto con la mirada fría y atenazadora. Le explicó con cuatro frases bien breves lo que ya él sabía y le dio fin al incidente con otro sordo: ¿Entendido?, lo cual el filósofo ignoró catando el horizonte amarillento…

-¡Ah, y aproveche mejor la información política!- le ordenó el oficial con una brusquedad desconocida en él hasta ese momento.

A algunos nos pareció que el filósofo se había extralimitado con el teniente y se lo tratamos de decir esa noche en las literas. Después de todo, el verdadero asunto de vida o muerte que veníamos a solucionar era la guerra inminente, de la que muy difícilmente escaparíamos y mucho menos ilesos, y era demasiado tarde para decidir por quién; o contra quién era. En realidad, ya eso lo habían decidido quienes según nosotros y ellos mismos,  tenían el derecho indiscutible de hacerlo. Además, cuando nos movilizaron nos dieron la oportunidad de negarnos, aunque no lo hubieran preguntado directamente. Supimos de gente que se negó a venir y que dieron un espectáculo en el Comité Militar aludiendo enfermedades de los padres; que los muchachos estaban chiquitos; o que la mujer, la pobre, no era nadie sin ellos. 
Otros, simplemente, dijeron que no. También pasó lo contrario, gente que pidieron irse. A otros los acompañó el viejo o la mujer casi orgullosos de que se pudieran morir por gente desconocida  y no sabemos hasta qué punto si agradecida o no. Es probable que algunos hayan salido huyendo de un feo asunto, de un compromiso o de cualquier otro problema. Es probable que se hayan dejado cautivar por la aventura de ir a una guerra en África. Hay gente lo suficiente loca para eso y más. ¡Ah, y seguro no faltaron los oportunistas, los arribistas, los aduladores y hasta los cobardes; locos por quitarse el cartel con una pequeñísima, bien segura y aséptica heroicidad. Aunque no creíamos que el filósofo fuera como ninguno de esos. Él había venido por convicción… -y por Fidel. Seguro que hubiera agregado sin el más mínimo rubor. Lo cual no evitaría que tratara por todos los medios de dar su opinión sobre cada uno de los problemas que se presentaran  y tratara de imponerla con el mayor número de palabras posible;  sin que a nadie nunca se le ocurriera creer que esas palabras carecían de la veracidad y hasta de la autenticidad suficiente. El filósofo seguía siendo el hombre honesto de siempre, que no permitía la falta de respeto de no considerar sus pensamientos como probables, pero, además, se había hecho cargo de nuestra silenciosa aceptación y se había convertido en nuestro defensor, aun a riesgo de una reprimenda por parte del mando y hasta de una sanción.

Al día siguiente, en la formación el oficial instructor había hecho una clara alusión a los “conflictivos”, los “boquiduros” y los “hipercríticos” y, finalmente, se fue del tema, demostrando lo poco hábil que era para los sermones. Seguro que todos estábamos pensando en el filósofo que estaba en la escuadra de la extrema derecha inmóvil como una estatua de cera, pero no hizo el menor gesto.

El traslado hacia la unidad de combate se produjo por la noche en helicópteros. Con todo el armamento y listos para posicionarnos detrás de una tropa enemiga que atacaba a una unidad de fuerzas combinadas. Luchábamos por demostrar tranquilidad, aunque el corazón se nos escapaba por los ojos. Los oficiales y los miembros de la tripulación hacían la vista gorda y nos animaban con frases breves y palabrotas ante cualquier pequeño incidente.  Al poco tiempo estábamos en el aire. El filósofo iba junto a un joven teniente en un asiento improvisado con las mochilas, se sostenía del fusil como de un bastón innecesario y guardaba silencio. El viaje fue más largo de lo esperado y por suerte no había ningún combate, solo una oscuridad enorme que no nos dejaba ver por donde nos guiaban en silencio. Finalmente unas barracas de barro y unas extrañas cobijas para descansar.  El filósofo depositó sus cosas en un rincón y salió afuera con el fusil  sostenido en cruz entre los dos brazos.

 – Ahora vamos a chocar con la concreta- dijo para que todos lo oyeran mientras salía. El teniente del cabestrillo venía entrando cuando se produjo la explosión. Los cogió a los dos en pleno. Cuando nos decidimos a salir a ver qué había pasado; el teniente estaba tirado de espaldas sobre un charco de sangre que crecía rápidamente. La metralla le había cercenado el cuello, nos dimos cuenta de inmediato que no tenía salvación. Uno de nosotros, en un gesto inútil, le envolvió la parte sangrante con un pequeño pañuelo a cuadros azules, amarillo de churre. El mortero, o lo que fuera, había destrozado la entrada de la barraca, algunas tablas se hallaban tiradas por el piso y la tierra se había levantado ligeramente. Nadie pensó en el filósofo, quizá porque el cuerpo del teniente estaba atravesado casi a la entrada y nos ocupó toda la atención.

Estaba a unos cuatro metros de nosotros. Sentado en el piso, mirándonos con la misma cara de burla de cuando le contestábamos algún disparate, mientras se agarraba con las dos manos el muslo derecho, consternado ante el  amasijo de sangre negra, carne y tela que era su rodilla.

Cadetes, ayúdenme que no me quiero morir tan lejos de la casa- dijo antes de desmayarse.

No supimos más nada de él. Al día siguiente lo evacuaron junto al resto de los heridos y el cadáver del teniente, todavía con el brazo en cabestrillo y el pañuelito sucio innecesario en el cuello negro. El filósofo iba totalmente inmovilizado y silencioso como nunca.  

La siguiente noche algunos nos reunimos casi junto al lugar donde cayeron. Alguien intentó explicar que fue una granada de mortero lo que había caído directamente sobre ellos por una sencillísima ley física que el filósofo se había cansado de explicarnos. Pero finalmente el tema se desvió y volvió a la deriva de los recuerdos de la familia y de la próxima misión. El cadete al que el filósofo le había pronosticado la muerte tenía la misma “cara de baja”, pero estaba íntegro sobre sus pies pequeños. La felicidad andaba lejos disparando a discreción sobre cierta población civil; o sobre todas las personas que ese hoy cumplían 20 años, o todas las que a esa misma hora tenían su primer sexo, pequeño y agitado, con alguien que nunca va a ser el amor; pero que para ser la primera vez bien lo parece; porque la suerte también existe. Del hombre que nos faltaba solo queríamos algo para afirmarlo o negarlo en agradecimiento y en tanto, esperar que amanezcamos con vida.

 Creo que nunca supimos realmente cómo terminó la guerra, ni si finalmente la habíamos ganado de verdad, o si eso era importante. Creo que la mayor fortuna fue que regresamos. Algunos se asombraron de que a todos nos dieron medallas sin contar bien quién había sido más valiente o le había tocado el lugar más peligroso; pero creo que eso era bastante difícil de saber y haber llegado hasta el final contaba mucho más que haber muerto o haber salido malherido, por mucho que doliera. También nos quedó algún recuerdo de aquella aridez amarillenta que nos sirvió de espacio.

El filósofo nos hubiera servido para explicarnos qué pasaba que no sentíamos nada sublime; ni el raro sabor de la victoria era tal, ni el orgullo del uniforme, ni el espíritu solidario (ni un carajo). Solo unas ganas terribles de llegar;  de tomarnos una botella de ron cubano en el  fondo del patio de la casa y de acostarnos con una de aquellas muchachas del barrio que de pronto reaparecieron ante nuestros ojos hermosísimas.

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