jueves, 30 de abril de 2015

Un Músico Ambulante

Por Roberto Ruiz Rebo

Era casi las 3 de la tarde, cuando escuché sonar una guitarra acompañando a una voz que me hizo pensar en los antiguos aedas.  Salía yo de la Corte del Condado de Multnomah, en la ciudad de Portland, Oregón, cerca del Pioneer Square. La voz y la guitarra aumentaban su presencia en la medida en que me deslizaba por la 4ta Avenida en dirección a Morrison Street, en busca de un Subway, o un restaurante donde saciar mi hambre vegetariana. Había permanecido por más de dos horas, trabajando  como interprete en uno de los salones de la Corte y el hambre insaciable tiraba de mis tripas sin piedad.

Cruzaba ya la calle por donde transita el Max, justo en la parada de Mall, cuando divisé al rapsoda que desde una silla de ruedas no cesaba de rasgar la guitarra, desparramando en el aire una melodía agradable y persistente.  La curiosidad fue mucho más fuerte que la urgente necesidad de complacer a mi apetito y me acerqué al poeta que no paraba de cantar.
Sobresalía en su rostro una larga barba de dos colores, cuidadosamente arreglada. Era un hombre alto y corpulento cuya pulcritud no hacía pensar en un indigente, o en uno de los innumerables homeless que a diario transitan Downtown. Su ropa, sus zapatos y su aseo proclamaban a todas luces que tenía un hogar o un lugar apropiado para una existencia decente. Downtown Portland es una de esas áreas de las grandes ciudades donde transita la mayor parte del turismo y se reúnen buscavidas, homeless, artistas y músicos ambulantes.

La voz del trovador era potente,  bien timbrada y su canción era la historia de un náufrago que invitaba a la reflexión. Olvidé  mi hambre  por un momento y me detuve a escuchar al cantor a unos pocos pasos de donde cantaba erguido en su silla de ruedas. Fue entonces que note el daño de sus piernas. Su semblante semejaba estar a la vuelta de unos setenta y cinco años de edad, y aunque proyectaba tranquilidad y aplomo, eran visibles los encontronazos que había soportado en toda su existencia.

Pasado unos instantes, mis tripas me hicieron recordar que eran urgentes sus reclamos. Entonces metí la mano en uno de mis bolsillos traseros y saqué mi billetera donde apenas tenía un dólar. Generalmente, llevo pocos dólares en mi bolsillo, porque es más seguro pagarlo todo con la tarjeta de débito o de crédito. Dejé caer el billete en el estuche de la guitarra del poeta, que hasta ese momento no tenía uno sola moneda. Sin dejar de tocar el instrumento el hombre dijo: Thank you.

Aun junto al trovador, se me acerco un hombre delgado y harapiento, que de manera intempestiva enarbolaba  un vaso de cartón, mientras balbuceaba una frase en inglés, solicitando al menos una moneda. Sumergí nuevamente mi mano en uno de mis bolsillos y le entregué una moneda de poca denominación. El hombre, inconforme agitaba el vaso de cartón, solicitando al menos otra moneda. No tengo más, le dije en Ingles. Entonces fue cuando el poeta dejo de cantar y dirigiéndose al pordiosero, le dijo: Toma mi dinero, señalando el dólar que yo había puesto en su estuche.

Un rato más tarde, volví por el Max de regreso a Gresham, justo en la parada de Mall, donde aún estaba el trovador. Como tuve que esperar permanecí un poco más de tiempo escuchando la excelente música y en uno de sus cortos recesos, le pregunté porque cantaba en la calle.

-“Porque puedo cantar y necesito dinero”, me dijo sin prestarme mucha atención.

-“Entonces, por qué regaló el dinero que le di hace un rato? ,  volví a preguntar.

El hombre apretó nuevamente la guitarra y comenzó a rasgar una nueva armonía mientras miraba hacia el frente en dirección a un punto que me pareció infinito, y entonces respondió sin alzar la voz:
-Conozco la pobreza, por eso comparto lo que tengo.


El sonido de los rieles me hizo reaccionar en el momento en que la multitud se preparaba para abordar el Max con rumbo este. Entonces me volteé hacia el tren y me hundí en la multitud que ya se tragaba las voces de la gente, el sonido de la guitarra y la voz del cantor que todavía se desbordaba en el andén. 

miércoles, 8 de abril de 2015

HABANA: RAP-ZONES DEL TOQUETEO

Por Amael Rubio -

Cuánto kilómetro de diferencia real puede causarnos la trayectoria casi geográfica del Tren Lechero Habana-Portland. Buen pretexto para ejercer el peligro de la literatura y darle largas al asunto de lo obvio y lo pagano, sin resistirnos apenas a ser un poquito cardíacos y memoriosos,  al ristre con las pusilánimes armas con que contamos.

¿Cómo será ese día que logremos que el tren nuestro  -lechero y todo-  llegue de pronto a Portland,  en hora,  y de pronto regrese a la Habana pese a tanto kilómetro de palabra y de vacío interponiéndose?

La Habana nunca llegará al cero grado (al menos mientras nosotros le duremos). No importa que un Yankee de Connecticut intente  “conectarse” poniendo una pista de hielo en Belascoaín y Malecón (como avisa un neoyorquino).

Esta es una ciudad de números más allá de cero. Hoy en la mañana fácilmente había 27 (Celsius). No pasó el ómnibus (amarillo-ex-escolar-canadiense) que nos privilegia el viaje al trabajo y tuve que subirme en la Ruta 83 y allí dentro había 30, o 31 (repito, Celsius).  Hay una cierta confianza entre nosotros, los de aquí, que nos permite transpirarnos a un centímetro, sin habernos visto nunca. Cara a cara. Cuerpo a cuerpo. Hay que admitir la palabra “toqueteo”, que es ese reacomodo y aprisionamiento en punta, ante el volumen y espacio de otro cuerpo (por demás, humano como el nuestro) hasta hoy desconocido, y que volverá a alcanzar tal categoría en cuanto avancemos, o avance, o por razones lógicas, retrocedamos (o retroceda) en nuestro deshecho plan de recorrido. Todo va a transcurrir de acuerdo al equilibrio de inocuidad y firmeza con que resistamos las presiones y los roces. Hay ventaja en los de la tercera edad por la consabida mayoritaria consideración y la confianza en que ya no podemos causar mucho efecto. Por ejemplo, hoy llegué de estrujón y de Eau de Cologne hasta los sesos por una buena causa mulata que buscó protección. Tuve que admitir que estoy vuelto un individuo la mayoría del tiempo por debajo de cero (Celsius). La muchacha me lo agradeció, pero he quedado consternado.

No pongo en duda que en Portland la gente se “toquetee”.  Hacerlo  es acción humana.
No importa si son Celsius o Fahrenheit los grados de la temperatura. Leí que Portland es una ciudad llena de parques. Los locales se reúnen en los parques y son amables, más que corteses. La cortesía “es asunto de los hombres no de los amantes”.  Quién quita que un apretujón a lo Portlandia tenga tanta temperatura como uno en la Habana, todo depende del amante, o de la amante, o de los amantes.

En la calle Concordia (Centro Habana)  hay un eterno club nocturno que nos servía de cabina de urgencias a cualquier hora del día. Uno detrás de otro, como fila de coches de tren lechero, se alineaban los reservados: mesa estrecha en el medio, de cada lado una roja butaca con sospechoso espacio para dos. Licor de menta con limón y granizo. Silencioso y lejano el camarero. La luz solo en la barra. El aire frío en pocas ocasiones. Todo por cinco de aquellos pesos de los ochenta. Casi siempre el mundo transpiraba bajo las cortinas. Pero eso no era “toquetearse” casualmente. Se fabricaban hombres en horas laborables (o se desperdiciaban por gusto y por placer). Aun se llama “Los Amantes” y parece remozado, pero se nos acabó el pretexto.

Aquí siempre la gente se ha toqueteado libremente, hay soberanía en eso. Aunque recuerdo con miedo a los gay de mis becas, aquellos que los tipos duros apalearon en la noche y no tuve los "cojoncitos" bien puestos para defenderlos. Solo porque se tomaron de las manos (se las apretujaron con apresuramiento). Observo a los gay porque me produce curiosidad su dramaturgia, ¿qué los torna gay, es decir “pájaros”, “locas” como decimos? Recuerdo que una vez ayudé efectivamente a unos conocidos y ellos en agradecimiento me invitaban a sus paseos y fiestas. Una noche otro amigo mío, secretamente gay, me increpó por andar de paseo “con esa turba de maricones”. Finalmente otro amigo, nada gay este último, aprovechó que me sustituyó en el cargo por un tiempo y les retiró toda la ayuda y los hizo desaparecer de nuestro entorno. Y yo volví a quedarme callado. Por suerte, aunque todavía hace falta que los defiendan, ya no es tanto. Tienen día, organización, bandera y hasta sombrilla. Las sombrillas son un hermoso arcoíris. Mi mujer se compró una y solo lo supe cuando la abrió como un sol una tarde bajo la lluvia. De nada valió explicarle. Sin solidaridad consciente alguna, la usó hasta que un viento habanero se la convirtió en un espinazo de alambre y trapo colorido. 

En la Habana veo como se acarician las parejas gay en los ómnibus y en cualquier parte de la ciudad de manera soberana y pienso que somos mejores personas por ello. Escribí hace un tiempo que este país siempre ha sido propenso a la inauguración, por aquello del primer ferrocarril, la televisión y el teléfono. Predije allí, sin el menor indicio, que en unos años seremos de los primeros países en eliminar la casilla de sexo de las planillas y los documentos legales.  Y que, en el futuro, seremos también de los pioneros en crear una asociación para defender los derechos de los heterosexuales.

No se preocupen, habrán bancos de esperma por la libre y seguiremos siendo hombres y mujeres, lo mismo en Portland que en la Habana.