Por Roberto Ruiz Rebo
Era casi las 3 de la tarde, cuando escuché sonar una guitarra acompañando a una voz que me
hizo pensar en los antiguos aedas. Salía
yo de la Corte del Condado de Multnomah, en la ciudad de Portland, Oregón, cerca
del Pioneer Square. La voz y la guitarra aumentaban su presencia en la medida en
que me deslizaba por la 4ta Avenida en dirección a Morrison Street, en busca de
un Subway, o un restaurante donde saciar mi hambre vegetariana. Había
permanecido por más de dos horas, trabajando
como interprete en uno de los salones de la Corte y el hambre insaciable
tiraba de mis tripas sin piedad.
Cruzaba ya la calle por donde transita el Max,
justo en la parada de Mall, cuando divisé al rapsoda que desde una silla de
ruedas no cesaba de rasgar la guitarra, desparramando en el aire una melodía
agradable y persistente. La curiosidad
fue mucho más fuerte que la urgente necesidad de complacer a mi apetito y me acerqué
al poeta que no paraba de cantar.
Sobresalía en su rostro una larga barba de dos
colores, cuidadosamente arreglada. Era un hombre alto y corpulento cuya
pulcritud no hacía pensar en un indigente, o en uno de los innumerables
homeless que a diario transitan Downtown. Su ropa, sus zapatos y su aseo
proclamaban a todas luces que tenía un hogar o un lugar apropiado para una
existencia decente. Downtown Portland es una de esas áreas de las grandes
ciudades donde transita la mayor parte del turismo y se reúnen buscavidas,
homeless, artistas y músicos ambulantes.

Pasado unos instantes, mis tripas me hicieron recordar que eran urgentes sus reclamos. Entonces metí la mano en uno de mis bolsillos traseros y saqué mi billetera donde apenas tenía un dólar. Generalmente, llevo pocos dólares en mi bolsillo, porque es más seguro pagarlo todo con la tarjeta de débito o de crédito. Dejé caer el billete en el estuche de la guitarra del poeta, que hasta ese momento no tenía uno sola moneda. Sin dejar de tocar el instrumento el hombre dijo: Thank you.
Aun junto al trovador, se me acerco un hombre
delgado y harapiento, que de manera intempestiva enarbolaba un vaso de cartón, mientras balbuceaba una
frase en inglés, solicitando al menos una moneda. Sumergí nuevamente mi mano en
uno de mis bolsillos y le entregué una moneda de poca denominación. El hombre,
inconforme agitaba el vaso de cartón, solicitando al menos otra moneda. No
tengo más, le dije en Ingles. Entonces fue cuando el poeta dejo de cantar y
dirigiéndose al pordiosero, le dijo: Toma mi dinero, señalando el dólar que yo
había puesto en su estuche.
-“Entonces, por qué regaló el dinero que le di
hace un rato? , volví a preguntar.
El hombre apretó nuevamente la guitarra y
comenzó a rasgar una nueva armonía mientras miraba hacia el frente en dirección
a un punto que me pareció infinito, y entonces respondió sin alzar la voz:
-Conozco la pobreza, por eso comparto lo que
tengo.
El sonido de los rieles me hizo reaccionar en
el momento en que la multitud se preparaba para abordar el Max con rumbo este.
Entonces me volteé hacia el tren y me hundí en la multitud que ya se tragaba
las voces de la gente, el sonido de la guitarra y la voz del cantor que todavía
se desbordaba en el andén.