miércoles, 10 de junio de 2015

Las Camisas de Trabajo de mi padre

Por Amael Rubio.                                                                                                      
A Jorge Luis Acosta.
Parque Marti
Nunca olvido las llamadas “camisas de trabajo”. Eran unas camisas, casi siempre grises, de tela parecida al kaki, de mangas largas, casi militares, con tapas en los bolsillos; muy adecuadas para el corte de caña y para otros trabajos manuales, aunque quizá demasiado calurosas para el fuerte sol de Cuba. En algún momento las dieron en las becas y en los centros de trabajo y creo que las vendían en las tiendas de ropa de aquellos años 80. Mi padre dirigía una brigada de la construcción  y andaba por los campos construyendo campamentos y centros de acopio para la cosecha de café y otros productos del agro; tuvo varias camisas de trabajo, grises, azules, etc. Recuerdo que mi madre se las planchaba en las noches. Ella se iba quedando dormida con la plancha en la mano, y claro, en ocasiones quemó alguna y recibió la reprimenda del viejo que cuidaba con celo su ajuar laboral.
Un día nos reímos mucho; porque el viejo al ponerse una en la mañana, apurado por irse, no se percató que mi madre había olvidado plancharle las tapas de los bolsillos. El viejo se bajó del carro que lo llevaba al trabajo hecho una fiera y entró a la casa con aquellas tapas arrugadas a los lados del pecho,  semejando dos puntiagudos senos de adolescentes. Nosotros, que nos apresurábamos para la escuela, no pudimos aguantar la risa y hasta el, que era tan serio, acabó riendo aunque sin dejar de pelear.  
Emilito era un amigo adquirido por la relación con mi primo Luis, con el que estudié un tiempo. Era un “jabao” alto y fuerte, con la boca llena de  frases callejeras y el cuerpo adornado de gestos marginales y mucha bravuconería. Sin embargo, con nosotros era un amigo fiel que  se contenía y con frecuencia disfrutábamos de su compañía. Era asiduo a nuestras fiestas y algunas veces fuimos juntos a lugares donde, al final, Emilito se enredaba en una pelea que acababa con la paz del lugar (quien sabe si por envidia a los que habían tenido más suerte que él esa noche). A mí siempre me dio la impresión que lo hacía solo por disfrute y por demostrar, una vez más, el efecto fulminante de sus fuertes puños.  
Calle Carlos Manuel
Una noche bien tarde, Emilito tocó en la ventana de mi cuarto -que daba a la calle- y me llamó con sigilo. Cuando abrí la puerta, supe de inmediato que esa vez, mi querido amigo, no había salido bien parado de la pelea. Dijo que se había enfrentado a varios tipos en la Pipa (cervecera) de la calle Máximo Gómez y el 5 norte. Sangraba por la nariz y estaba lleno de rasguños y moretones. Pero lo peor es que la vieja camisa a cuadros azules que usaba ese día se la habían hecho trizas en el cuerpo. Pidiéndole que hiciera el menor ruido posible lo dejé entrar al baño para que se lavara. Tenía también la cabeza y el cuerpo llenos de tierra. La revolcada había sido olímpica. Aun así, no podía conseguir que se mantuviera callado, narraba como había descalabrado a aquellos matones, a la vez que me mostraba, con perfecta pantomima, como había utilizado sus mejores derechas, zurdas, sus ganchos y su infalible esquiva. Bailaba en sus pies como un estilista en la penumbra de la sala a solo 5 metros del cuarto de los viejos, sin reconocer por un momento la visible golpiza que le habían propinado esa vez.
Por suerte, logré calmarle. Le pedí que se fuera a su casa y fue cuando me dijo, con toda lógica, que –necesitaba una camisa-. Ni pensar en mis camisitas tallas SS (super small). El necesitaba algo bien grande. No dudé. Busqué en un lugar donde mi madre guardaba la ropa limpia y le di una de aquellas camisas legendarias de trabajo de mi padre. Si oprimo la memoria, puedo asegurar que era azul, bien oscuro, sin planchar. Emilito sin decir una palabra salió con “su camisa” con el sigilo de los ladrones y la alegría de saber que el que tiene un amigo “tiene un central” pero además, tiene a su servicio hasta las camisas de su propio padre.
Al día siguiente, Emilito vino a agradecerme el gesto en plena tarde luciendo la azulada camisa de trabajo de mi padre -ya bien planchada-; quien de inmediato la reconoció y le espetó en plena sala –Ahora mismo te vas para tu casa, te pones una camisa tuya y me traes la míaLIMPIECITA- Deletreándole con fuerza la última palabra.
No les cuento lo que me dijo el viejo a mí. Emilito, respetuoso, no le contestó. Pero, en vano esperamos la camisa.

Hace ya mucho que nuestro Emilito desapareció en un viaje aciago a los Estados Unidos. Algunos dicen saber que murió en otra reyerta. Mi padre también murió en otra pelea (contra el cáncer). Las camisa de trabajo ya no tienen importancia alguna para nadie, pero el recuerdo es una joya que comparto.

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