sábado, 7 de noviembre de 2015

Soy cubano que escribe en el mundo norteamericano

Por Roberto Ruiz Rebo

Cuando terminé de leer la novela “Operación Serpiente” de Julio Benítez hace apenas varias semanas, me quedaron algunas interrogantes sobre la obra y sobre el quehacer del escritor. Por esa razón, prepare algunas preguntas que le envié al también amigo para salir de las dudas. Las repuestas no tardaron y por lo interesante, me gustaría hacerlas públicas. He aquí el resultado de nuestro intercambio

RR: He leído algunos apuntes que señalan tu obra Operación Serpiente como una novela cubana. En mi opinión, la afirmación no es convincente, pues en tu novela se conjugan elementos del lenguaje, costumbres y elementos culturales entre otros aspectos, de los diferentes escenarios geográficos donde se desarrolla la trama. Concuerda tu visión de la obra con el primer criterio?

JB: Yo me considero un autor cubano que actualmente escribe en el mundo norteamericano y que pretende romper las barreras. Yo creo que mi novela es como tú dices una conjugación de factores que trasciende lo cubano, en sí. Como en muchas que he escrito, soy multicultural, un escritor hispano de los Estados Unidos, con raíces cubanas.


RR:‘Operación Serpiente” escapa de ser una aventura de espionaje sin dejar de ser entretenida, pero se convierte, en mi opinión, en un prospecto de indagación cultural de la psicología y personalidad de un tipo determinado de estadounidense, que no solo pudiese ser de influencia latina, sino con posibilidades de encajar dentro de otras latitudes. Tuvo eso algo que ver con la selección de los personajes que intervienen en la trama?

JB: No fue mi intención inicial, pero cuando me fui metiendo en la trama de Harry González y sus raíces, sus prejuicios, sus méritos como norteamericano de orígenes varios, necesitaba desarrollar más el personaje y por eso traté de que fuera un fenómeno de caracterización de personajes, más allá del simple yanqui arrogante, avergonzado de sus raíces latinas y que encuentra su propia identidad en la medida que avanza la novela. Y por supuesto, esto pudieras verse en un sentido universal. Pero no fue mi intención inicial. Fue un proceso creativo que me tomó años.

RR: Sería difícil y agotador enunciar los nombres de muchos de los escritores cubanos que han surgido y han desarrollado su obra fuera del país en los últimos 50 anos. Aunque comenzaste tu labor literaria en Cuba, creo que hay una diferencia entre lo que se produce dentro de la isla y lo que muchos han estado haciendo como en tu caso. De qué lado colocarías tu quehacer, que ves de coincidente y donde están los desencuentros?

JB: Yo no creo que tenga mucho que ver con lo que se hace en Cuba, salvo alguna que otra narración sobre el tema cubano. Eso lo enfoqué más en La Reunión de Los dioses, en mi opinión, mi mejor novela. Pero la realidad es que yo comencé a vivir de nuevo acá. Lejos de mis temores, de mis influencias. Veo mucho cine. Leo autores contemporáneos no cubanos principalmente y con la excepción de Padura o el autor de Una trilogía sucia en la Habana, vivo ajeno a lo que se produce por allá. Es cierto que en Cuba comencé pero hay como un camino recorrido que me distancia, un poco de todo lo puramente cubano.


RR: En Cuba se insistió mucho sobre el papel comprometido del escritor. Sigues pensando que el creador debe responder a una ideología determinada o debe ser un inquieto escrutador de la realidad en que vive?

No me parece. Es decisión personal de cada cual. Pero la literatura no debe ser esclava de conveniencias políticas o ideológicas. Eso puede dañar el producto final y se puede perder la perspectiva como “inquieto escrutador de la realidad como dices” Aun así, sé que no estoy libre de ese pecado en el que determinada posición pudiera afectar algunos de mis escritos. Pero más que convencer, o cambiar el mundo me interesa hurgar en lo que me llama la atención, en lo que me duele o me alegra.

RR: De ser factible, pudieras hablar de una relación entre lectores de tu novela y tu como escritor. Cuál es tu publico aquí en los Estados Unidos y como ha reaccionado después de leer Operación Serpiente?


El público que conozco es limitado como es limitado la difusión de las obras que se hacen por auto publicación. He visto opiniones muy favorables. Me han señalado la visualización de las escenas al estilo cinematográfico y la búsqueda de la identidad en los personajes aun cuando es una novela de espionaje. Traté de no demeritar al contrario, que éste fuera una persona que creía en lo que hacía. E igualmente lo es en el caso de Harry González que es el narrador principal y un hombre complejo que también cree en sus propias ideas y tiene sus propios fantasmas. Sé que se han vendido varios libros por diferentes vías y siempre que he tenido una opinión ha sido positiva. Por lo demás, ya te dije. Algunos creen que  con la debida difusión y publicación se convertiría en un bestseller. Pero hasta ahora, eso está solo en mis sueños.

lunes, 2 de noviembre de 2015

JULIO BENITEZ: ENTRE EL ORGULLO Y LA CURIOSIDAD

Por Roberto Ruiz Rebo

Confieso que me he acercado a la obra del escritor Julio Benítez  por orgullo y curiosidad. Orgullo, porque el autor de “Operación Serpiente” es un gran amigo desde tiempos mozos, un activo opositor al gobierno en una etapa en que eran muy pocos quienes  se atrevían a disentir en Cuba de manera abierta.

Mi curiosidad estaba asentada en observar el desempeño de alguien como  “el Gordo Benítez” en un tema que había sido tocado en mi país por escritores con una memorándum político fijado desde el buró de una oficina y que no cuajó de manera definitiva hasta que un Leonardo Padura abandonara aquella agenda.

Lo cierto es que entre las obras de Benítez, escogí su “Operación Serpiente” para mis vacaciones en México y a pesar de las disimiles ocupaciones de entretenimiento que me dedique, pude disfrutar de manera placentera de  una pieza literaria que además de ser una excelente obra de aventuras y espionaje sobrepasa lo meramente  episódico para convertirse en una auténtica indagación sobre la personalidad de un arquetipo de estadounidense con raíces latinoamericanas y caribeñas. Tal es el caso de su personaje principal Harry González, investigador de la policía de Glendale en Los Ángeles.


Pienso que la primera virtud que tiene “Operación Serpiente” es la de mostrarnos personajes como González, convincentes por la manera en que proyectan su accionar dentro de la trama. No aparecen aquí los superhéroes, ni los súper-policías, ni tampoco los contrarios súper-habilidosos o súper-tontos, y en ese sentido la novela es armónica, incluso cuando nos muestra un personaje simbólico como el de Cachigua, síntesis de las mezclas hispano latinas dentro de la sociedad estadounidense.
Otro de los logros de la narración de Julio Benítez es el desarrollo de una trama compleja que se va armando como un gran rompecabezas en un viaje que arranca desde Glendale pasando por México y varios sitios de Cuba. En ese caso llama la atención como se integran a la narración y a la trama temas y giros lingüísticos locales, así como panoramas urbanos y semiurbanos diversos que le dan colorido y variedad a la obra.

Publicada por la editorial Palibros hace apenas un par de años, la obra de Julio Benítez ha pasado desapercibida para los lectores de novelas de espionaje pese a sus excelentes virtudes de convertirse en una obra leída y comentada por el gran público. Creo que además de faltarle un mejor diseño, también está necesitada de una publicidad mayor.


Con esos elementos, de seguro ganaría un público importante.  Por sus dotes dramáticos, la complejidad del drama y la intriga, así como sus colores, “Operación Serpiente” pudiera ser un excelente filme de aventuras, solo falta que alguien con la posibilidad de producirlo, lo descubra un día. Yo no lo descarto.

martes, 1 de septiembre de 2015

Amael cumple 63 años

Sesenta y tres años. El tiempo pasa. Amaelito ya no es Amaelito. Ahora es José Amael y tiene muchas canas. Ya no es un guajiro de Guantánamo, aunque muchas veces repite lo contrario. Sesenta y tres años cumple hoy Amael.

Recuerdo nuestros juegos infantiles, nuestro tiempo de secundarias el descubrimiento de la poesía y la política, las correrías detrás de las muchachas y las matinées bailables. Fueron tiempos difíciles y hermosos. Casi heroicos. Apenas había cosas materiales para satisfacer nuestros anhelos juveniles, pero disfrutábamos cada pequeña oferta de la interminable escasez que aún persigue a los cubanos que se quedaron.

Amael es de los cubanos que se quedaron, pero no lo lamenta, o tal vez sí. Al menos, no me lo ha dicho. Tuvo oportunidades para hacerlo, pero prefirió el camino del regreso. Vaya usted a saber las razones. Hay almas que no resisten las ausencias, ni las distancias.

Pero Amael sigue en sus trece, como diría mi madre, soñando como el que más, amando la poesía y a la política como a las mujeres, aunque no sea de esa pléyade de parlanchines paladines y tribunos de Facebook que dan arengas y delinean plataformas con agendas partidistas de derechas enquistadas o de izquierdas trasnochadas. Aunque dice lo suyo alegre y con sonrisa. Mire pues, que se ha subido conmigo y con ustedes a éste tren poblado por el recuerdo y el día día.

Amael cumple hoy sesenta y tres años, y ojalá llegue a la centena o más allá de la centena aunque él no se vea, ni se conciba coronado por tantos septiembres. Por lo pronto, ya supera la media rueda.

Feliz día, querido hermano. Date los gustos que puedas, o como se dice ahora, pórtate mal. Es solo un día. Unas horas para olvidar la noria de la rutina. Y mientras tanto, recibe mi abrazo.

By Roberto Ruiz R

sábado, 29 de agosto de 2015

RENTAR EL VERANO EN LA HABANA

POR AMAEL RUBIO.
Hola hermanos, aquí volviendo de la noria y la sofocación...el verano
no es para disfrute de la mayoría de nosotros, “los habaneros”. En
realidad lo que muchos hacemos es sufrirlo. El turista lo sufre
también un poco, al principio, pero finge y finalmente lo disfruta
porque con dinero el verano es otra cosa...como casi todo.
Recoge los matules
Foto Amael



Ya tengo otro alquiler, otra renta, otro lugar para alargar mi record
de 20 anos cuasi "homeless" en la Habana, esta vez costó un poco más caro, casi en los límites de la factibilidad de vivir en esta urbe que hoy se deja dominar por el solazo. 



Ahora vivo en Santos Suarez, entre los límites de Luyanó y la venenosa Víbora. Debo investigar sobre sus orígenes para no pecar de foráneo. Parece otrora asentamiento de clase media. Aunque sus calles llenas de baches que semejan cráteres lunares reflejan el concepto cubano-soviético de que los objetos, los recursos, y hasta algunas instituciones son eternas (claro, no los hombres. Los hombres
mueren...) y no requieren ni del más mínimo mantenimiento o renovación.


Vuelve el sosiego y se pacifican las diástoles y los niveles de
Foto Amael
glicemia. Ahora daremos pasos -y pesos- para el mejor acomodo y de inmediato: A pretender de propietario. No hay de otra. Ahorrar para comprar una vivienda con estos salarios estatales sería conseguir el apartamentico que me gusta para el 2040 y de seguro me cremarán antes. 


No soy de los seguidores del conocido Dr. Selman que planean llegar a 120 los anos. Creo que la gente que nos ama también tiene derecho al descanso -después de tanto amor-. Mucho más si son tantos los amadores. Yo, por ejemplo tengo un familión enorme -sin incluir a los hipócritas- y un chorro de amigos y amigas, también con algunos 
excluibles. 

¿Y qué decir de los enemigos, los envidiosos de esta salud de
herrumbre, o del humor implacable con que enfrento el desatino del día
a día trastocando lugar y momento tan exactamente como si estuviera
programado? A ellos también hay que darles alguna vez la alegría de no
volver a chocar con esta sonrisa bobalicona.


Por cierto, puse un sms a los amigos más cercanos a propósito del
acontecimiento y solo uno contestó: "en lo que pueda ayudarte" y de
hecho ayudó. De seguro, debí haber hecho lo mismo con los enemigos,
los hipócritas y los excluibles.


El carro de la mudanza era un camioncito chevrolet del 1936. En un
recorrido de 2 km hubo que refrescarlo un par de veces, dar apretones
nada amistosos a los cranes de las ruedas y echar generoso aceite a la
"caja de Pandora" (de velocidad). Si, si...si (como decía un viejo
maestro de filosofía), pero… pude pagarle el precio que me cobraba y a
cambio, no solo me transportó al nuevo domicilio sino que usó una
mágica cuerda amarilla que facilitó -e hizo alguna mella- el trasiego
de nuestros queridos tarecos (por favor, lea muebles) en su complicado
proceso de carga y descarga. Algo importante, la reina viajó en una
calesa del siglo XVI y yo hice algunas fotos para graficar el evento.

Mudarse a un barrio nuevo en la Habana significa que la gente te mira con recelo, mucho más si no haces el cambio (oficial) de dirección y de la libreta (de abastecimientos). Pese a que está legalizado el negocio de la renta, para la gente eres aun un poquito “ilegal”. Te presentan a la compañera de Vigilancia y no te dicen que la señora acaba de llegar de Nueva York donde estuvo 3 meses con los sobrinos y el tio Sam. Pero, por fortuna, el cubano se desalmidona rápido y de pronto te llama “socio”, “asere” y en menos tiempo de lo que piensas te dice (a sotto voce) hasta los teléfonos de la gente que vende la roja, la verde y la amarilla en la zona. Confirmado: Gente de Zona.


El que vive rentado en la Habana no sabe cuanto le va a durar la
renta, el dueño se guarda para si esa arma secreta. Lo más que se
puede hacer es exigirle que lo anuncie con suficiente antelación, pero
eso solo depende de las circunstancias y del tipo de dueño que te
echaste.


De todos modos ya pagué mi primer mes y creo que está seguro. Ahora a
disfrutar de ´“MI CASA” y a invitarlos a todos a que tomen el Tren
Lechero que va de La Habana a Portland y me visiten por un fin de
semana. No hay que exagerar…

miércoles, 8 de julio de 2015

Partida de Ajedrez

Por Roberto Ruiz Rebo


Frente al tablero está la vida
con las piezas blancas.
Del otro lado, la política.


La vida adelanta las ilusiones
hasta el borde delantero.
Con un movimiento similar,
la política le cierra el paso.





Baten contra el viento
las níveas crines de un caballo
trotando al frente, con los sueños,
pero las negras contratacan con su tibia manía
de arreglarlo todo a su manera.

La vida prepara un gambito, sabe muy bien
que esta vez tendrá que sacrificar los sueños,
ciertos afanes, los anhelos, las utopías…
y la política acepta esta vez el cambio,
es su mejor opción
para una demoledora defensa siciliana.


La vida está en jaque,
y se enroca con la fantasía.

Es su última oportunidad,
en ello, le va la existencia.


La Habana, 10 de Octubre 2008

martes, 23 de junio de 2015

LA DEFUNCIÓN DE UN BURÓCRATA

Por Amael Rubio

Aquí hay burócratas de alto rendimiento, como se llama en Cuba a las estrellas del deporte. Esos que detentan cargos y “recargos” y quienes fácilmente, en su abreviado español, pueden hacer polvo (no precisamente de estrellas) cualquier humilde emprendimiento fuera de los límites de su influencia y poder.

Hay categorías de burócratas: los clásicos, que con el mayor respeto y en voz baja se les llama “vacas sagradas”,  o los profesionales (uno me declaró en cierta ocasión que no aceptaba ningún cargo o “recargo” si no tenía oficina-secretaria-y-carro…)
También hay burócratas de “menor cuantía”  sin los atributos mencionados; pero prestos a impedir que se cumpla alguna nueva resolución, instrucción  o circular que algún otro burócrata encumbrado haya conseguido parir,  en un rapto de buena fe, para facilitar o proveer la solución de un problema o asunto, de esos que también cumplen gloriosos aniversarios sin la alegre solución.
Burócrata-Ares

Les siguen los aprendices, otra estirpe lógicamente en ascenso;  como ejercicio didáctico y en su florido español monosilábico crean emocionados  la implementación surrealista del textico conciliador y consiguen hacerlo polvo. Debiera decir “cenizas” para evitar la repetición,  pero mi vocación de futuro incinerado me obliga a ser comedido con el término.

A todos los burócratas, excepto raras excepciones, se les puede etiquetar con la parte de la guaracha del talentoso Tony Ávila que dice: “que no fue a la loma”…y así.

Declaro con recelo que en ocasiones (por suerte, pocas) he ejercido la mencionada profesión como prueba de que pocos escapan ante tamaña provocación. Por algo me atrevo a figurar sobre el papel virtual el tema de marras; y a andar despacio el riesgo de tocar canciones del conocido D.R.

También hay burócratas internacionales e internacionalistas, opositores, exiliados, exitosos, y otros.

Recuerdo a una abogada en ejercicio (luchaba por bajar unas libras) a quién le quise estrujar en la pecosa y rubia cara la nueva ley de la vivienda, un día después de publicada. Sin el menor cuidado me escupió con triunfante incredulidad  – A eso le falta la implementación-. (“Luego supimos que era cierto…”).

Actualmente la leguleya tiene dos casas, un almendrón del  2007. Se trajo a los viejos de Pinar y sueña con un bufete particular. Ah y sigue gorda.

Muerte de un burocrata
Los burócratas se jubilan, no mueren como aseguraba Titón en su película. Tengo este amigo jubilado que disfruta de su chequera 100% - y de una “ayudita”– palabras suyas.  Tiene un enorme sofá rojo y variopintos pijamas.  Ve la Mesa en un HDTV más grande que la pantalla del cine Ideal de la calle Compostela y desde lo profundo de la “mullidez” se muestra implacable… y fiel. Sigue siendo un rabioso enamorado de los planes de medidas y de las comisiones permanentes (de implementación). Y aunque ustedes lo crean (uno está que ya lo cree todo) es uno de los que defiende a capa (sin espada) la eficiencia del transporte público de nuestra Habana. Lo ilustro con unas de sus más geniales interjecciones: –Qué bueno que andas en guagua, porque andar en carro se ha vuelto imposible en la Habana-.  Aún conserva su níveo Lada 2107 para llevar a la nieta a la escuela e ir al mercadito de 19. Ha tenido suerte de no tener que traicionarse al boteo como otros. –Eso hubiera sido desastroso-. Me asegura.

Alguien le regaló una Remington del 58, haciéndole la mejor broma del 2014, pero el tilda a los humoristas de “payasos” y por ello no se dio cuenta. En ella intenta escribir su biografía pero se queja que ha perdido digitación y que la columna cervical le hace trastadas. También el viejo equipo se sonroja ante el laptop de la nieta de mi amigo y se traba a cada rato con una sospechosa tos perruna.


 El asunto es que el documento no avanza como quisiera y me ha pedido ayuda con sus manuscritos a bolígrafo. Quiere también un diseño tipo boletín de CEP; e insertar algunas fotos de sus tiempos de forward del equipo de básquet del preuniversitario. Para mi fortuna, yo he dejado de amar tanto a los  burócratas y aunque me da pena no querer ayudarlo, me temo que como muchas famosas biografías, algo inevitable haga que la suya quede inconclusa (aunque puedo equivocarme).    

miércoles, 10 de junio de 2015

Las Camisas de Trabajo de mi padre

Por Amael Rubio.                                                                                                      
A Jorge Luis Acosta.
Parque Marti
Nunca olvido las llamadas “camisas de trabajo”. Eran unas camisas, casi siempre grises, de tela parecida al kaki, de mangas largas, casi militares, con tapas en los bolsillos; muy adecuadas para el corte de caña y para otros trabajos manuales, aunque quizá demasiado calurosas para el fuerte sol de Cuba. En algún momento las dieron en las becas y en los centros de trabajo y creo que las vendían en las tiendas de ropa de aquellos años 80. Mi padre dirigía una brigada de la construcción  y andaba por los campos construyendo campamentos y centros de acopio para la cosecha de café y otros productos del agro; tuvo varias camisas de trabajo, grises, azules, etc. Recuerdo que mi madre se las planchaba en las noches. Ella se iba quedando dormida con la plancha en la mano, y claro, en ocasiones quemó alguna y recibió la reprimenda del viejo que cuidaba con celo su ajuar laboral.
Un día nos reímos mucho; porque el viejo al ponerse una en la mañana, apurado por irse, no se percató que mi madre había olvidado plancharle las tapas de los bolsillos. El viejo se bajó del carro que lo llevaba al trabajo hecho una fiera y entró a la casa con aquellas tapas arrugadas a los lados del pecho,  semejando dos puntiagudos senos de adolescentes. Nosotros, que nos apresurábamos para la escuela, no pudimos aguantar la risa y hasta el, que era tan serio, acabó riendo aunque sin dejar de pelear.  
Emilito era un amigo adquirido por la relación con mi primo Luis, con el que estudié un tiempo. Era un “jabao” alto y fuerte, con la boca llena de  frases callejeras y el cuerpo adornado de gestos marginales y mucha bravuconería. Sin embargo, con nosotros era un amigo fiel que  se contenía y con frecuencia disfrutábamos de su compañía. Era asiduo a nuestras fiestas y algunas veces fuimos juntos a lugares donde, al final, Emilito se enredaba en una pelea que acababa con la paz del lugar (quien sabe si por envidia a los que habían tenido más suerte que él esa noche). A mí siempre me dio la impresión que lo hacía solo por disfrute y por demostrar, una vez más, el efecto fulminante de sus fuertes puños.  
Calle Carlos Manuel
Una noche bien tarde, Emilito tocó en la ventana de mi cuarto -que daba a la calle- y me llamó con sigilo. Cuando abrí la puerta, supe de inmediato que esa vez, mi querido amigo, no había salido bien parado de la pelea. Dijo que se había enfrentado a varios tipos en la Pipa (cervecera) de la calle Máximo Gómez y el 5 norte. Sangraba por la nariz y estaba lleno de rasguños y moretones. Pero lo peor es que la vieja camisa a cuadros azules que usaba ese día se la habían hecho trizas en el cuerpo. Pidiéndole que hiciera el menor ruido posible lo dejé entrar al baño para que se lavara. Tenía también la cabeza y el cuerpo llenos de tierra. La revolcada había sido olímpica. Aun así, no podía conseguir que se mantuviera callado, narraba como había descalabrado a aquellos matones, a la vez que me mostraba, con perfecta pantomima, como había utilizado sus mejores derechas, zurdas, sus ganchos y su infalible esquiva. Bailaba en sus pies como un estilista en la penumbra de la sala a solo 5 metros del cuarto de los viejos, sin reconocer por un momento la visible golpiza que le habían propinado esa vez.
Por suerte, logré calmarle. Le pedí que se fuera a su casa y fue cuando me dijo, con toda lógica, que –necesitaba una camisa-. Ni pensar en mis camisitas tallas SS (super small). El necesitaba algo bien grande. No dudé. Busqué en un lugar donde mi madre guardaba la ropa limpia y le di una de aquellas camisas legendarias de trabajo de mi padre. Si oprimo la memoria, puedo asegurar que era azul, bien oscuro, sin planchar. Emilito sin decir una palabra salió con “su camisa” con el sigilo de los ladrones y la alegría de saber que el que tiene un amigo “tiene un central” pero además, tiene a su servicio hasta las camisas de su propio padre.
Al día siguiente, Emilito vino a agradecerme el gesto en plena tarde luciendo la azulada camisa de trabajo de mi padre -ya bien planchada-; quien de inmediato la reconoció y le espetó en plena sala –Ahora mismo te vas para tu casa, te pones una camisa tuya y me traes la míaLIMPIECITA- Deletreándole con fuerza la última palabra.
No les cuento lo que me dijo el viejo a mí. Emilito, respetuoso, no le contestó. Pero, en vano esperamos la camisa.

Hace ya mucho que nuestro Emilito desapareció en un viaje aciago a los Estados Unidos. Algunos dicen saber que murió en otra reyerta. Mi padre también murió en otra pelea (contra el cáncer). Las camisa de trabajo ya no tienen importancia alguna para nadie, pero el recuerdo es una joya que comparto.

martes, 26 de mayo de 2015

Salvas de bienvenida


Vibran despavoridos los cristales del museo  

y dentro

las estatuas restauran el antiguo temor

(celosamente oculto)

bajo el destello de las estrellas de general…

Las magníficas porcelanas de sevres

adquieren un tenue matiz de desbalance

y estrenan poses imperceptibles…

Las banderas se apresuran al añorado contoneo del 

mástil…

Los retratos aprehenden sismos y diluvios 

(y mejoran del asma)…

las trazas huyen a lo profundo de las declaraciones

(mientras rumian mayúsculas)…

Solo las armas resisten impasibles en su vitrina 

hermética,

sin el menor temblor.

No se si prepotentes o sumisas…                                                                                                                                         

                                                                                                            


Hace exactamente dos días, temprano en la mañana, llegábamos a la Habana por la calle que nos lleva a la Plaza de Armas. Justo entrando al parque empezaron los cañonazos. Casi todos nos sobrecogimos visiblemente, pero nadie corrió. Solo los perros buscaron refugio iluso bajo los arbustos del jardín. Al tercer cañonazo corroboramos, casi con un aullido, que era solo un saludo a algún petulante entorchado extranjero. Ya frente al museo de la biblioteca Martínez Villena (donde agoniza Obispo) me estremeció de nuevo el modo en que amenazaban con desplomarse los nuevos cristales de su amplio portal, por efecto de la onda expansiva. Por suerte los 21 cañonazos no fueron suficientes. Algo faltó además de la intención.
(Hace unos años me propuse no volver a intentar la poesía, porque la considero arte de privilegio de muy pocos. Así que esto no es un poema, es solo la memoria de un susto contada desde dentro del museo). 

lunes, 11 de mayo de 2015

El PRECIO DE LA FILOSOFÍA (un relato de la guerra)

                                                                                          Al mocito y  Frómeta, a Marcos, cadetes… (También a ti hermano).

- Eso de la felicidad para mí es cosa del capitalismo. Ser feliz es algo individual…que no cuenta con el vecino, ni con el amigo, y a veces ni con la propia familia. ¿Alguna vez, tú oíste a Fidel hablar de la felicidad?- . Siguió diciendo que también era una palabra cursi, de novelita rosa. ¡Ay de los que tuvieran cojones de ponerla en un poema o en un cuento actual. Seguro que sonaba flojo, superficial. –Es un concepto pequeñoburgués-. Dio fin a la discusión, a la vez que señalaba al teniente que se acercaba. Lentamente fue adoptando la posición de atención para saludar al oficial justo cuando este llegara al lugar exacto en que no parecería una adulonería de su parte. 

 Sabíamos que cuando se mandaba a hablar era como un torrente y no importaba si las aguas se escapaban por un rato, poco a poco él las iba trayendo al cauce, envolviendo y desenvolviendo ideas como un mago. Lo que más nos gustaba era que no la ponía tan difícil y que no arriesgaba mucho, por ello se podía confiar en sus fuentes y sus datos; aunque siempre generales se acercaban mucho a la verdad, al menos eso decían los que se habían atrevido a comprobarlo. Le decíamos el Filósofo. Todavía recuerdo que jugaba el right field y era malísimo, y cuando se le caían los flais, la gente le gritaba: -filósofoooo, hijueputaaaa…-.

Pero su fuerte era hablar, explicar, razonar…largo como una calle, con una lluvia de datos y detalles increíbles, muchas veces insoportable. Un “muelero”, cualquiera diría. Aunque a mí me pareció siempre que se tomaba el asunto mucho más en serio y que se preparaba con cuidado, buscando el momento y el sitio adecuado para darnos una lección de conducta, de política, de relaciones, de cualquier cosa. Ese lugar siempre fueron las últimas dos literas del dormitorio, las pegadas a la ventana, en la que nos amontonábamos en la cama de arriba, 4 ó 5 hombres en una y 4 ó 5 en la otra. -Cadetes…-. Nos llamaba el Filósofo con aquel humilde aire de superioridad, cuando nos daba el placer de creernos que la respuesta era para alguno de nosotros solo: nos la comíamos con los ojos, con la boca abierta, con la respiración.  Parecíamos lo que en realidad éramos, dos equipos en competencia tratando de demostrar cada uno lo poco que sabíamos de la vida, o de entretener la noche hasta la hora del silencio, lejos de la presencia de los instructores que aprovechaban para darse una escapada por el pueblo –a limpiar el fusil-; nos quedábamos en aquel lugar donde todo el día se volvía entrenamiento para matar o morir… -Dignamente- agregaba el Filósofo, cada vez que abordaba el asunto con un dejo irónico al que nunca le dimos mucha importancia.

Cuando hablaba de la guerra era como una película. Se llenaba las manos y el cuerpo de gestos y fintas, y la boca de detonaciones y humo. Aunque nunca contaba las batallas, solo las analizaba: las tropas, el campo de operaciones, el armamento; la estrategia, la táctica, la acción, la victoria o la derrota. Si acaso mencionaba a los generales, porque los admiraba o por hacérnoslo saber a nosotros los ignorantes perpetuos. Los hombres eran solo número. -Igual que usted Cadete, que ha nacido en esta tropa con un número y con ese mismo morirá en la próxima escaramuza, porque ya tiene “cara de baja”-. Se echaba a reír en el rostro del guardia que no acababa de entender el fondo macabro del asunto.

Tenía sus contrincantes. Gente que se atrevía a traer al ruedo temas interesantes, nada de boberías o de mujeres. -Las mujeres es la única cosa donde no vale la democracia, por lo menos en esta tierra-. -La mía es mía y la tuya es tuya-. Los escuchaba con cuidado mientras los observaba. Sus gestos, su modo de sentarse, el detalle de sus palabras, hasta las interjecciones, como si fuera a actuarlos, a  representarlos ante el resto, pero no. Les estaba haciendo un expediente silente de inconvenientes, falacias y errores con los que los empujaría con saña a la categoría inferior de silencioso y admirado auditorio. En realidad, aunque esa misma tarde se le hubieran caído tres fláis, el Filósofo era la estrella de la noche. El donjuán de la lengua afilada.

Habíamos llegado en el mismo barco y nos habían traído a esta unidad a terminar el entrenamiento que comenzamos en La Habana y continuamos en el barco. Ninguno de nosotros había participado en ningún combate y mucho menos habíamos salido del país anteriormente.  Estábamos admirados de la vegetación de aquel lugar y disfrutamos del clima, menos caluroso que en Cuba, que nos obligaba a amanecer todos los días con una chaqueta de abrigo.  Muy cerca comenzaba el pueblo y a unos pocos kilómetros se encontraba una gran unidad de combate que nos protegería ante cualquier problema. Nosotros “los bisoños” solo marchábamos, hacíamos tiro y ejercicios tácticos en el extenso campo enyerbado. También fue el Filósofo quien nos puso el raro nombrete. Decía que lo recordaba perfectamente de la traducción al español de las narraciones épicas  de Polevoi “Somos Hombres Soviéticos”, que su viejo le obligaba a leer en lugar de Salgari, al que consideraba un mentiroso que atribuía cualidades inexistentes a ciertas plantas del Caribe o de Malasia.  Éramos una tropa “bisoña” donde había hombres de más de cuarenta y hasta de cincuenta años, recién llegados a este ajeno lugar de África, en plan de guerra, a defender a estos oscuros pobladores con nuestra propia sangre.

Una tarde el filósofo dibujó una África imaginaria  en la punta de su índice y nos sacó un poco de la “trinchera de la ignorancia”. -Somos una tropa perpetuamente desorientada, que no sabemos ni donde estamos, ni a que venimos, ni mucho menos si fuimos invitados- dijo. Sellando la última palabra con la aguda punta del conocido índice. Ya había sostenido esa misma discusión con el político, un joven y valiente teniente que aún conservaba el brazo izquierdo en cabestrillo del reciente encuentro con el enemigo. Un oficial nada bisoño que conservaba firmemente la calma ante la andanada de argumentos del filósofo que se desbarrancaba en su afán de ganar la diatriba. Al final, el político le impuso el silencio con un sordo  -atenjoooó- que el filósofo acató de un salto con la mirada fría y atenazadora. Le explicó con cuatro frases bien breves lo que ya él sabía y le dio fin al incidente con otro sordo: ¿Entendido?, lo cual el filósofo ignoró catando el horizonte amarillento…

-¡Ah, y aproveche mejor la información política!- le ordenó el oficial con una brusquedad desconocida en él hasta ese momento.

A algunos nos pareció que el filósofo se había extralimitado con el teniente y se lo tratamos de decir esa noche en las literas. Después de todo, el verdadero asunto de vida o muerte que veníamos a solucionar era la guerra inminente, de la que muy difícilmente escaparíamos y mucho menos ilesos, y era demasiado tarde para decidir por quién; o contra quién era. En realidad, ya eso lo habían decidido quienes según nosotros y ellos mismos,  tenían el derecho indiscutible de hacerlo. Además, cuando nos movilizaron nos dieron la oportunidad de negarnos, aunque no lo hubieran preguntado directamente. Supimos de gente que se negó a venir y que dieron un espectáculo en el Comité Militar aludiendo enfermedades de los padres; que los muchachos estaban chiquitos; o que la mujer, la pobre, no era nadie sin ellos. 
Otros, simplemente, dijeron que no. También pasó lo contrario, gente que pidieron irse. A otros los acompañó el viejo o la mujer casi orgullosos de que se pudieran morir por gente desconocida  y no sabemos hasta qué punto si agradecida o no. Es probable que algunos hayan salido huyendo de un feo asunto, de un compromiso o de cualquier otro problema. Es probable que se hayan dejado cautivar por la aventura de ir a una guerra en África. Hay gente lo suficiente loca para eso y más. ¡Ah, y seguro no faltaron los oportunistas, los arribistas, los aduladores y hasta los cobardes; locos por quitarse el cartel con una pequeñísima, bien segura y aséptica heroicidad. Aunque no creíamos que el filósofo fuera como ninguno de esos. Él había venido por convicción… -y por Fidel. Seguro que hubiera agregado sin el más mínimo rubor. Lo cual no evitaría que tratara por todos los medios de dar su opinión sobre cada uno de los problemas que se presentaran  y tratara de imponerla con el mayor número de palabras posible;  sin que a nadie nunca se le ocurriera creer que esas palabras carecían de la veracidad y hasta de la autenticidad suficiente. El filósofo seguía siendo el hombre honesto de siempre, que no permitía la falta de respeto de no considerar sus pensamientos como probables, pero, además, se había hecho cargo de nuestra silenciosa aceptación y se había convertido en nuestro defensor, aun a riesgo de una reprimenda por parte del mando y hasta de una sanción.

Al día siguiente, en la formación el oficial instructor había hecho una clara alusión a los “conflictivos”, los “boquiduros” y los “hipercríticos” y, finalmente, se fue del tema, demostrando lo poco hábil que era para los sermones. Seguro que todos estábamos pensando en el filósofo que estaba en la escuadra de la extrema derecha inmóvil como una estatua de cera, pero no hizo el menor gesto.

El traslado hacia la unidad de combate se produjo por la noche en helicópteros. Con todo el armamento y listos para posicionarnos detrás de una tropa enemiga que atacaba a una unidad de fuerzas combinadas. Luchábamos por demostrar tranquilidad, aunque el corazón se nos escapaba por los ojos. Los oficiales y los miembros de la tripulación hacían la vista gorda y nos animaban con frases breves y palabrotas ante cualquier pequeño incidente.  Al poco tiempo estábamos en el aire. El filósofo iba junto a un joven teniente en un asiento improvisado con las mochilas, se sostenía del fusil como de un bastón innecesario y guardaba silencio. El viaje fue más largo de lo esperado y por suerte no había ningún combate, solo una oscuridad enorme que no nos dejaba ver por donde nos guiaban en silencio. Finalmente unas barracas de barro y unas extrañas cobijas para descansar.  El filósofo depositó sus cosas en un rincón y salió afuera con el fusil  sostenido en cruz entre los dos brazos.

 – Ahora vamos a chocar con la concreta- dijo para que todos lo oyeran mientras salía. El teniente del cabestrillo venía entrando cuando se produjo la explosión. Los cogió a los dos en pleno. Cuando nos decidimos a salir a ver qué había pasado; el teniente estaba tirado de espaldas sobre un charco de sangre que crecía rápidamente. La metralla le había cercenado el cuello, nos dimos cuenta de inmediato que no tenía salvación. Uno de nosotros, en un gesto inútil, le envolvió la parte sangrante con un pequeño pañuelo a cuadros azules, amarillo de churre. El mortero, o lo que fuera, había destrozado la entrada de la barraca, algunas tablas se hallaban tiradas por el piso y la tierra se había levantado ligeramente. Nadie pensó en el filósofo, quizá porque el cuerpo del teniente estaba atravesado casi a la entrada y nos ocupó toda la atención.

Estaba a unos cuatro metros de nosotros. Sentado en el piso, mirándonos con la misma cara de burla de cuando le contestábamos algún disparate, mientras se agarraba con las dos manos el muslo derecho, consternado ante el  amasijo de sangre negra, carne y tela que era su rodilla.

Cadetes, ayúdenme que no me quiero morir tan lejos de la casa- dijo antes de desmayarse.

No supimos más nada de él. Al día siguiente lo evacuaron junto al resto de los heridos y el cadáver del teniente, todavía con el brazo en cabestrillo y el pañuelito sucio innecesario en el cuello negro. El filósofo iba totalmente inmovilizado y silencioso como nunca.  

La siguiente noche algunos nos reunimos casi junto al lugar donde cayeron. Alguien intentó explicar que fue una granada de mortero lo que había caído directamente sobre ellos por una sencillísima ley física que el filósofo se había cansado de explicarnos. Pero finalmente el tema se desvió y volvió a la deriva de los recuerdos de la familia y de la próxima misión. El cadete al que el filósofo le había pronosticado la muerte tenía la misma “cara de baja”, pero estaba íntegro sobre sus pies pequeños. La felicidad andaba lejos disparando a discreción sobre cierta población civil; o sobre todas las personas que ese hoy cumplían 20 años, o todas las que a esa misma hora tenían su primer sexo, pequeño y agitado, con alguien que nunca va a ser el amor; pero que para ser la primera vez bien lo parece; porque la suerte también existe. Del hombre que nos faltaba solo queríamos algo para afirmarlo o negarlo en agradecimiento y en tanto, esperar que amanezcamos con vida.

 Creo que nunca supimos realmente cómo terminó la guerra, ni si finalmente la habíamos ganado de verdad, o si eso era importante. Creo que la mayor fortuna fue que regresamos. Algunos se asombraron de que a todos nos dieron medallas sin contar bien quién había sido más valiente o le había tocado el lugar más peligroso; pero creo que eso era bastante difícil de saber y haber llegado hasta el final contaba mucho más que haber muerto o haber salido malherido, por mucho que doliera. También nos quedó algún recuerdo de aquella aridez amarillenta que nos sirvió de espacio.

El filósofo nos hubiera servido para explicarnos qué pasaba que no sentíamos nada sublime; ni el raro sabor de la victoria era tal, ni el orgullo del uniforme, ni el espíritu solidario (ni un carajo). Solo unas ganas terribles de llegar;  de tomarnos una botella de ron cubano en el  fondo del patio de la casa y de acostarnos con una de aquellas muchachas del barrio que de pronto reaparecieron ante nuestros ojos hermosísimas.

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jueves, 30 de abril de 2015

Un Músico Ambulante

Por Roberto Ruiz Rebo

Era casi las 3 de la tarde, cuando escuché sonar una guitarra acompañando a una voz que me hizo pensar en los antiguos aedas.  Salía yo de la Corte del Condado de Multnomah, en la ciudad de Portland, Oregón, cerca del Pioneer Square. La voz y la guitarra aumentaban su presencia en la medida en que me deslizaba por la 4ta Avenida en dirección a Morrison Street, en busca de un Subway, o un restaurante donde saciar mi hambre vegetariana. Había permanecido por más de dos horas, trabajando  como interprete en uno de los salones de la Corte y el hambre insaciable tiraba de mis tripas sin piedad.

Cruzaba ya la calle por donde transita el Max, justo en la parada de Mall, cuando divisé al rapsoda que desde una silla de ruedas no cesaba de rasgar la guitarra, desparramando en el aire una melodía agradable y persistente.  La curiosidad fue mucho más fuerte que la urgente necesidad de complacer a mi apetito y me acerqué al poeta que no paraba de cantar.
Sobresalía en su rostro una larga barba de dos colores, cuidadosamente arreglada. Era un hombre alto y corpulento cuya pulcritud no hacía pensar en un indigente, o en uno de los innumerables homeless que a diario transitan Downtown. Su ropa, sus zapatos y su aseo proclamaban a todas luces que tenía un hogar o un lugar apropiado para una existencia decente. Downtown Portland es una de esas áreas de las grandes ciudades donde transita la mayor parte del turismo y se reúnen buscavidas, homeless, artistas y músicos ambulantes.

La voz del trovador era potente,  bien timbrada y su canción era la historia de un náufrago que invitaba a la reflexión. Olvidé  mi hambre  por un momento y me detuve a escuchar al cantor a unos pocos pasos de donde cantaba erguido en su silla de ruedas. Fue entonces que note el daño de sus piernas. Su semblante semejaba estar a la vuelta de unos setenta y cinco años de edad, y aunque proyectaba tranquilidad y aplomo, eran visibles los encontronazos que había soportado en toda su existencia.

Pasado unos instantes, mis tripas me hicieron recordar que eran urgentes sus reclamos. Entonces metí la mano en uno de mis bolsillos traseros y saqué mi billetera donde apenas tenía un dólar. Generalmente, llevo pocos dólares en mi bolsillo, porque es más seguro pagarlo todo con la tarjeta de débito o de crédito. Dejé caer el billete en el estuche de la guitarra del poeta, que hasta ese momento no tenía uno sola moneda. Sin dejar de tocar el instrumento el hombre dijo: Thank you.

Aun junto al trovador, se me acerco un hombre delgado y harapiento, que de manera intempestiva enarbolaba  un vaso de cartón, mientras balbuceaba una frase en inglés, solicitando al menos una moneda. Sumergí nuevamente mi mano en uno de mis bolsillos y le entregué una moneda de poca denominación. El hombre, inconforme agitaba el vaso de cartón, solicitando al menos otra moneda. No tengo más, le dije en Ingles. Entonces fue cuando el poeta dejo de cantar y dirigiéndose al pordiosero, le dijo: Toma mi dinero, señalando el dólar que yo había puesto en su estuche.

Un rato más tarde, volví por el Max de regreso a Gresham, justo en la parada de Mall, donde aún estaba el trovador. Como tuve que esperar permanecí un poco más de tiempo escuchando la excelente música y en uno de sus cortos recesos, le pregunté porque cantaba en la calle.

-“Porque puedo cantar y necesito dinero”, me dijo sin prestarme mucha atención.

-“Entonces, por qué regaló el dinero que le di hace un rato? ,  volví a preguntar.

El hombre apretó nuevamente la guitarra y comenzó a rasgar una nueva armonía mientras miraba hacia el frente en dirección a un punto que me pareció infinito, y entonces respondió sin alzar la voz:
-Conozco la pobreza, por eso comparto lo que tengo.


El sonido de los rieles me hizo reaccionar en el momento en que la multitud se preparaba para abordar el Max con rumbo este. Entonces me volteé hacia el tren y me hundí en la multitud que ya se tragaba las voces de la gente, el sonido de la guitarra y la voz del cantor que todavía se desbordaba en el andén. 

miércoles, 8 de abril de 2015

HABANA: RAP-ZONES DEL TOQUETEO

Por Amael Rubio -

Cuánto kilómetro de diferencia real puede causarnos la trayectoria casi geográfica del Tren Lechero Habana-Portland. Buen pretexto para ejercer el peligro de la literatura y darle largas al asunto de lo obvio y lo pagano, sin resistirnos apenas a ser un poquito cardíacos y memoriosos,  al ristre con las pusilánimes armas con que contamos.

¿Cómo será ese día que logremos que el tren nuestro  -lechero y todo-  llegue de pronto a Portland,  en hora,  y de pronto regrese a la Habana pese a tanto kilómetro de palabra y de vacío interponiéndose?

La Habana nunca llegará al cero grado (al menos mientras nosotros le duremos). No importa que un Yankee de Connecticut intente  “conectarse” poniendo una pista de hielo en Belascoaín y Malecón (como avisa un neoyorquino).

Esta es una ciudad de números más allá de cero. Hoy en la mañana fácilmente había 27 (Celsius). No pasó el ómnibus (amarillo-ex-escolar-canadiense) que nos privilegia el viaje al trabajo y tuve que subirme en la Ruta 83 y allí dentro había 30, o 31 (repito, Celsius).  Hay una cierta confianza entre nosotros, los de aquí, que nos permite transpirarnos a un centímetro, sin habernos visto nunca. Cara a cara. Cuerpo a cuerpo. Hay que admitir la palabra “toqueteo”, que es ese reacomodo y aprisionamiento en punta, ante el volumen y espacio de otro cuerpo (por demás, humano como el nuestro) hasta hoy desconocido, y que volverá a alcanzar tal categoría en cuanto avancemos, o avance, o por razones lógicas, retrocedamos (o retroceda) en nuestro deshecho plan de recorrido. Todo va a transcurrir de acuerdo al equilibrio de inocuidad y firmeza con que resistamos las presiones y los roces. Hay ventaja en los de la tercera edad por la consabida mayoritaria consideración y la confianza en que ya no podemos causar mucho efecto. Por ejemplo, hoy llegué de estrujón y de Eau de Cologne hasta los sesos por una buena causa mulata que buscó protección. Tuve que admitir que estoy vuelto un individuo la mayoría del tiempo por debajo de cero (Celsius). La muchacha me lo agradeció, pero he quedado consternado.

No pongo en duda que en Portland la gente se “toquetee”.  Hacerlo  es acción humana.
No importa si son Celsius o Fahrenheit los grados de la temperatura. Leí que Portland es una ciudad llena de parques. Los locales se reúnen en los parques y son amables, más que corteses. La cortesía “es asunto de los hombres no de los amantes”.  Quién quita que un apretujón a lo Portlandia tenga tanta temperatura como uno en la Habana, todo depende del amante, o de la amante, o de los amantes.

En la calle Concordia (Centro Habana)  hay un eterno club nocturno que nos servía de cabina de urgencias a cualquier hora del día. Uno detrás de otro, como fila de coches de tren lechero, se alineaban los reservados: mesa estrecha en el medio, de cada lado una roja butaca con sospechoso espacio para dos. Licor de menta con limón y granizo. Silencioso y lejano el camarero. La luz solo en la barra. El aire frío en pocas ocasiones. Todo por cinco de aquellos pesos de los ochenta. Casi siempre el mundo transpiraba bajo las cortinas. Pero eso no era “toquetearse” casualmente. Se fabricaban hombres en horas laborables (o se desperdiciaban por gusto y por placer). Aun se llama “Los Amantes” y parece remozado, pero se nos acabó el pretexto.

Aquí siempre la gente se ha toqueteado libremente, hay soberanía en eso. Aunque recuerdo con miedo a los gay de mis becas, aquellos que los tipos duros apalearon en la noche y no tuve los "cojoncitos" bien puestos para defenderlos. Solo porque se tomaron de las manos (se las apretujaron con apresuramiento). Observo a los gay porque me produce curiosidad su dramaturgia, ¿qué los torna gay, es decir “pájaros”, “locas” como decimos? Recuerdo que una vez ayudé efectivamente a unos conocidos y ellos en agradecimiento me invitaban a sus paseos y fiestas. Una noche otro amigo mío, secretamente gay, me increpó por andar de paseo “con esa turba de maricones”. Finalmente otro amigo, nada gay este último, aprovechó que me sustituyó en el cargo por un tiempo y les retiró toda la ayuda y los hizo desaparecer de nuestro entorno. Y yo volví a quedarme callado. Por suerte, aunque todavía hace falta que los defiendan, ya no es tanto. Tienen día, organización, bandera y hasta sombrilla. Las sombrillas son un hermoso arcoíris. Mi mujer se compró una y solo lo supe cuando la abrió como un sol una tarde bajo la lluvia. De nada valió explicarle. Sin solidaridad consciente alguna, la usó hasta que un viento habanero se la convirtió en un espinazo de alambre y trapo colorido. 

En la Habana veo como se acarician las parejas gay en los ómnibus y en cualquier parte de la ciudad de manera soberana y pienso que somos mejores personas por ello. Escribí hace un tiempo que este país siempre ha sido propenso a la inauguración, por aquello del primer ferrocarril, la televisión y el teléfono. Predije allí, sin el menor indicio, que en unos años seremos de los primeros países en eliminar la casilla de sexo de las planillas y los documentos legales.  Y que, en el futuro, seremos también de los pioneros en crear una asociación para defender los derechos de los heterosexuales.

No se preocupen, habrán bancos de esperma por la libre y seguiremos siendo hombres y mujeres, lo mismo en Portland que en la Habana.

sábado, 28 de marzo de 2015

A mis amigos les doné la luna

Por R.R.R

Fue en un tiempo de crisis con una de mis mejores amistades, cuando escribí la canción a mis amigos. Estaba preparando la grabación de mi álbum “De donde vienen tus ojos”,  con el apoyo incondicional de mi esposa Dulce María Ávila y varios amigos mexicanos. Surgió la idea de componer para dos de ellos que son excelentes vocalistas. No eran canciones que estarían incluidas en el disco, sino que se cantarían en el lanzamiento del mismo. Entonces, surgieron tres canciones: 
la primera la compusimos mi amigo, el cantautor acapulqueno Juan Carlos Suarez, quien me dio el honor de hacer una hermosisima pieza de uno de mis textos, luego fue,“Saltar al vacío”, que compuse para la joven yucateca Adriana Teresinha y “A mis amigos” para el extraordinario cantante chiapaneco, Tony Martin, a quien me une una hermosa amistad desde hace algunos años. Esta última salió de un tirón, como decimos los cubanos, es decir, de una sola vez desde el principio hasta el fin. Me  emociono tanto la canción que tuve que detenerme varias veces a tomar aire. El acto de escribir sobre el tema, me obligo a examinar que había sido para mí la amistad en toda mi vida. Para suerte mía, la crisis fue superada y los afectos han vuelto a donde siempre deberán estar.











A MIS AMIGOS [Haga click para escuchar]


Mis amigos son como la lluvia,
que mojan los cultivos sin permiso,
son como las estrellas, tan lejanos,
y me vienen a ver sin compromiso.

Mis amigos son mi geografía,
son mi prosperidad, y mi alegría,
y a veces son caprichos de ese niño
que habita en la heredad de la porfía.

Mis amigos son aves de paso,
las hojas verdes, también las caídas,
pero se quedan como las heridas,
cuando se alejan en un largo abrazo.

A mis amigos debo la divisa,
con que compré el ropaje de mis sueños,
por eso mis amigos son los dueños,
de más de la mitad de mi sonrisa.

A mis amigos les doné la luna,
con todo el arsenal de mi tristeza,
y para consolarme sus fortunas
me dieron y yo les di mi cabeza.

Esos amigos son mis primaveras,
y suelen ser calor en mi verano,
son como tallo tierno en el otoño,
pues mis amigos son como mis manos.