sábado, 28 de marzo de 2015

A mis amigos les doné la luna

Por R.R.R

Fue en un tiempo de crisis con una de mis mejores amistades, cuando escribí la canción a mis amigos. Estaba preparando la grabación de mi álbum “De donde vienen tus ojos”,  con el apoyo incondicional de mi esposa Dulce María Ávila y varios amigos mexicanos. Surgió la idea de componer para dos de ellos que son excelentes vocalistas. No eran canciones que estarían incluidas en el disco, sino que se cantarían en el lanzamiento del mismo. Entonces, surgieron tres canciones: 
la primera la compusimos mi amigo, el cantautor acapulqueno Juan Carlos Suarez, quien me dio el honor de hacer una hermosisima pieza de uno de mis textos, luego fue,“Saltar al vacío”, que compuse para la joven yucateca Adriana Teresinha y “A mis amigos” para el extraordinario cantante chiapaneco, Tony Martin, a quien me une una hermosa amistad desde hace algunos años. Esta última salió de un tirón, como decimos los cubanos, es decir, de una sola vez desde el principio hasta el fin. Me  emociono tanto la canción que tuve que detenerme varias veces a tomar aire. El acto de escribir sobre el tema, me obligo a examinar que había sido para mí la amistad en toda mi vida. Para suerte mía, la crisis fue superada y los afectos han vuelto a donde siempre deberán estar.











A MIS AMIGOS [Haga click para escuchar]


Mis amigos son como la lluvia,
que mojan los cultivos sin permiso,
son como las estrellas, tan lejanos,
y me vienen a ver sin compromiso.

Mis amigos son mi geografía,
son mi prosperidad, y mi alegría,
y a veces son caprichos de ese niño
que habita en la heredad de la porfía.

Mis amigos son aves de paso,
las hojas verdes, también las caídas,
pero se quedan como las heridas,
cuando se alejan en un largo abrazo.

A mis amigos debo la divisa,
con que compré el ropaje de mis sueños,
por eso mis amigos son los dueños,
de más de la mitad de mi sonrisa.

A mis amigos les doné la luna,
con todo el arsenal de mi tristeza,
y para consolarme sus fortunas
me dieron y yo les di mi cabeza.

Esos amigos son mis primaveras,
y suelen ser calor en mi verano,
son como tallo tierno en el otoño,
pues mis amigos son como mis manos.




jueves, 26 de marzo de 2015

Retrato al Carbón de Juventino Adulto.

Por Amael Rubio.  

…y cómo lo vio tan bruto

Juventino soñaba que era blanco. Su rostro perfecto de africano se volvía níveo en medio de la fase REM. Los negros agujeros de su nariz se tornaban de un rosa transparente entre una fina maraña de capilares azulosos. Sus bellas manos de chimpancé relucían como guantes de sirviente de hotel. Cuando despertaba, la vergüenza le cubría el cuerpo negro y se engullía en si mismo; temeroso de que le quedara algún rastro del color de la noche anterior.

Era un hombre de letras, profesor de escuela secundaria y lector tenaz de poesía y narrativa cubanas. Tenía sin embargo una pobre voz de gato ensortijado que le impedía declamar los versos del Poeta Nacional con la requerida voz de lucumí con trasfondo de rumba. Era parco y moderado y exigía a sus alumnos respuestas breves a sus breves preguntas.

En los días del sueño era hermético como una caja fuerte. No aceptaba favores. No cabeceaba en los ómnibus en sus viajes de regreso por temor a empezar a mancharse de blanco ante la presencia del resto de los pasajeros.

Azela, su mujer, una mulata de cuerpo descomunal, todas las noches al acostarse se abría en tijera perfecta ante sus ojos y le ofrecía, como de estreno, su entrepierna copiosamente cubierta de un vello boscoso que se extendía por el interior de sus muslos de  hierro hasta casi el comienzo de las  rodillas.  Lo hacía para molestarlo y a la vez recordarle que llevaba años sin cumplirle. El prefería correr el riesgo terrible de decolorarse antes de arriesgarse al naufragio en la maraña aquella.

Ella también era una mujer de letras, profesora de historia, fumadora empedernida. Mujer de otros.  –Por necesidad- se justificaba.  Ni a ella le había contado Juventino su aterradora experiencia onírica. No porque pudiera divulgarlo. El sabía cómo exigirle una extrema confidencialidad y ella como cumplirla. Es que no veía cómo pudiera ayudarle y corría el riesgo de que se burlara y le numerara entre risas las ventajas de llegar a ser blanco “en una sociedad socialista”.  La infalible coletilla que utilizaba cada vez que alguna ley o medida del gobierno la afectaba personalmente. El nunca respondía a la provocación. Solo chasqueaba la lengua y se alejaba silencioso.

Pensó que un hombre inteligente no se deja vencer tan fácilmente. Fue a la biblioteca del centro de la ciudad y se asombró de volver a hallar a la misma mujer de cuando se hizo el carnet de socio allá por los catorce. Conservaba el mismo cabello largo ligeramente ondeado traído al frente sobre el lado izquierdo, ahora ligeramente cano e hirsuto, reposando inquieto sobre la débil huella de un seno que fue hermoso. No lo reconoció aunque el la llamó por su nombre inolvidable y breve. Con su ayuda solicita consiguió varios textos y los leyó ávido allí mismo en la desierta sala de lectura. De nuevo topó con las referencias a los procesos REM que ya conocía y con el intenso Die Traumdeutung de Freud, desconocido para el hasta ese momento (a Freud lo conocía por la fuerza de una biografía que había leído en la cercana juventud y las discusiones sobre el psicoanálisis y la sexualidad tan populares en el Pedagógico).

Consultó con ella la posibilidad de una búsqueda en internet. El nuevo servicio se anunciaba en ariales oscuros sobre una hoja de papel pegada con cinta adhesiva a la izquierda del mural, justo debajo del anuncio del “libro de la semana”.

-Tienes que llenar una planilla y tener un motivo importante para que el director autorice la búsqueda-.

Le dijo en un tono sospechosamente conciliador; aunque dándole un énfasis especial a las palabras “motivo importante” para que parecieran una barrera no fácilmente franqueable.

-Es para el trabajo. Soy profesor-. Le dijo con su habitual maullido.

Ella lo sopesó con la mirada y le espetó. – ¿No será que tienes malos sueños y quieres saber la causa?-. Sin dejarlo contestar siguió. – Yo se lo que es eso. Tengo pesadillas todas las noches. Me acosan cadáveres podridos y me desangro entre las sábanas. Lo peor es que no puedo gritar. Soy casi consciente de que si no despierto moriré. Finalmente logro vencer la angustia y grito, entonces despierto. Últimamente sueño con mujeres sádicas que me besan y me ultrajan. A mí que nunca me han gustado las mujeres...mi último marido salió huyendo en una de esas noches de gritos y terror-.

Sintió que le había dicho lo del marido huido “para su conocimiento y efectos” y por un segundo tuvo deseos de confiarle su trastorno onírico con la melanina. Después de todo podía decirse que la bibliotecaria era una vieja conocida; aunque hiciera como veinte años que no la veía. Claro, -Clara se llamaba ella- los mismos que el no atravesaba el antiguo recinto de la biblioteca. A favor también estaba que ella no era de su estrecho círculo de conocidos y no habría riesgo de que lo comentara. Aunque pensó que eso no era seguro –nunca se sabe-. Los orientales somos gente gregaria y como decía su propio padre – conocen hasta al pipisigallo-. Lo malo es que era blanca. Se pondría a favor de la descolorante transformación y probablemente se le ofrecería en bandeja de plata sin el menor remilgo. Desde joven, a Juventino le gustó mucho su pelo sobre el hombro, las piernas parejas y los senos pequeños pero firmes, pero siempre se detuvo en que el era el carboncillo y ella el fondo níveo del retrato del amor. Nada que ver sin una mano diestra.

-Fui al psicólogo, al psiquiatra y a la cartomántica. Esa si supo explicarme y darme algunos remedios que a veces resultaron-. Continuó hablando como si el con su silencio le hubiera dado pie. –Me dijo que los sueños premonitorios existen, pero son difíciles de explicar porque son lo contrario de lo que reflejan, aunque no hay nada seguro. Si sueñas con la muerte es seguro salud, para el muerto o el enfermo; si hay tormenta es bonanza… ah, y si son números con los que sueñas son cábalas falsas que, en el mejor de los casos, se consiguen poniéndolos al revés-.

-Pon los zapatos en cruz bajo la cama y el clásico vaso de agua. Búscale una explicación práctica a tu sueño y confía en que no va a volver-. Le dijo en un susurro inclinándose sobre el oscuro pabellón auditivo de Juventino. El sintió la cercanía y aunque lo disfrutó se alejo un centímetro.

-Lo malo es que en cuanto pierdes la fe ya el remedio no sirve y el terror vuelve-.

Hizo un gesto con la cabeza para agradecerle sus palabras y a la vez recordó que su carencia de fe era innata y definitiva.

Llenó la solicitud de la búsqueda en Internet y le agradeció de nuevo en un tono más íntimo. – Gracias Clara, pero no es mi caso. Es solo para informar a los alumnos-. Se enorgulleció de su propia resistencia.


Antes de dormir vio sus zapatos parqueados junto a la cama como dos autos. Se acostó sobre el lado derecho, de espaldas al espacio vacío de la mujer que aun deambulaba por el cuarto.


La rutina del sueño llegó como un flechazo…por más que lo intentó no pudo comprobar si su piel había vuelto a cambiar. No podía ver. Extendió los brazos y palpó el cuerpo de Clara jadeando de placer entre el musgo abundante de los muslos de Azela. El sueño siguió hondo e igualitario…

lunes, 23 de marzo de 2015

Un Amigo es un Peso en el Bolsillo

Por R. Ruiz Rebo

Mis amigos son unos atorrantes,
[…]
se pasan las consignas por el forro,
y se mofan de cuestiones importantes…

Joan Manuel Serrat

Desde muy joven escuché  muchas veces una sentencia que  luego la vida me ha obligado a examinar: “…un amigo es un peso en el bolsillo”. No recuerdo si fue mi madre la primera persona que dijera algo así en mi presencia, pero estoy seguro que fue entre mis familiares que más la escuché durante la infancia y la adolescencia. Fuimos gente de contar diariamente los centavos que entraban a la casa para sobrevivir en un tiempo en que era difícil encontrar trabajo en mi país, aunque mi padre se levantara temprano todos los días y se fuera a la calle para lograr nuestra supervivencia. Así crecimos en una familia de seis hermanos y hermanas. Sin embargo, pese a la frase, me resulta difícil imaginar la vida de mis padres, las de mis hermanos, y la mía propia sin nuestros amigos y amigas.
Foto del autor

Mi padre fue un hombre que no cultivó gran número de amigos, pero recuerdo uno de sus más cercano. Era un hombre a todas luces pobre, su nombre era bastante difícil de pronunciar y se me ha perdido en algún recodo de la memoria, pero el señor conocía bien a mi padre y sabia de primera mano nuestra situación económica. Él, aunque pobre, estaba en una posición más holgada. Siempre que nos visitaba, aparecía con alguna cosa que pudiera paliar nuestras necesidades de alimentos. Su única recompensa, era tener un rato para conversar sobre sus años mozos con mi padre y darnos algún consejo. Siempre imaginé que era lo único que esperaba a cambio.

También recuerdo a  Zoila, una gran amiga de mi madre, con quien ella siempre planificaba paseos dominicales con toda la prole. Siendo niños, nos íbamos de excursión al rio Guaso o a la playa Yateritas, y en los días de carnavales, nos íbamos de paseo todos los niños y las niñas, con ellas dos de guardianes. Eran momentos felices de aquella infancia llena de carencias. También las recuerdo juntas planeando y preparando dulces caseros y comidas exóticas, o cuchicheando quien sabe qué asunto o tema que las hacia reír en total complicidad. Zoila es una mujer de carácter fuerte, mi madre y ella muchas veces se enojaban, pero se querían de manera incondicional y era hermoso verlas juntas. Mi madre murió, pero hace pocos años  pude visitar a Zoila en Miami, y recibí de ella, ya en edad avanzada, y de todos sus hijos, aquel cariño de siempre que me hizo recordarla junto a mi madre. 

Foto del autor
Las amistades no pueden sustituir a la familia, como tampoco la familia sustituyen el papel que en nuestras vidas tienen las amistades. Ahora que me falta alguna presencia, puedo imaginar la oscuridad de alguien sin amigos, ellos han sido para mi, las islas que me han servido de refugio y motivo para esquivar la rutina, y para querer y cuidar más a mi propia familia, y tambien el incentivo permanente para aceptar los retos que me han impuesto ciertas situaciones existenciales, que no he querido compartir con mi familia para no lastimarla o cargarla demasiado con preocupaciones estresantes en un momento determinado.

No tengo amigos perfectos. Pienso que no hay amigos perfectos como tampoco hay hijos, ni padres, ni pareja perfecta, porque somos seres humanos y nada es perfecto entre humanos. Mis verdaderos amigos nunca dicen de mi lo que quiero oír, a no ser que quieran apoyarme. Un amigo te dirá la verdad, su verdad, lo que piensa de cualquier asunto, sin tapujos ni mentiras. Y nunca lo dirá para herirte, aunque talvez sus palabras te hagan un rasguño sin quererlo. Eso hay que entenderlo, y perdonarlo.

Hace poco más de dos años, compuse una canción, para la voz un gran amigo, un excelenta cantante mexicano, es una pieza que me gusta mucho porque sus versos me fueron estremeciendo al tiempo que la escribía. Aquí se la dejo para que viajen un tramo con nosotros en el Tren Lechero, que ya sabrá Dios donde hará la próxima parada.


A los que aborden el tren les deseo buen viaje.








martes, 17 de marzo de 2015

ECONOMIA LITERARIA EN LA HABANA…

Por Amael Rubio Acosta

A Cerviño y Castellanos, par…

En la librería de la calle Obispo hay bellas mujeres revoleteando entre los estantes. Andan de ajuar breve, con el pelo en desorden. Con aparente inteligencia y cuidado hojean los textos con olor a pegamento caro. Seguro que exagero. Probablemente sean mujeres descuidadas que fingen intereses literarios para atraer a algún joven talento que les suba la falda, o simplemente  madres en busca de un texto que sirva de pócima para calmar los bríos de esos niños que en Cuba a veces llamamos “chiquillos” con un espacio en blanco detrás o delante, para agregar términos como  “malditos”, “insoportables” y hasta “cabrones chiquillos” (con perdón).   


Pero yo tengo el mal de que por cualquier causa las mujeres me parecen hermosas. Excepto la que no tiene causa alguna, pobrecilla. La vista me engaña a cada rato y donde debería ver brujas veo otra cosa mejor. Por suerte casi siempre corrijo el tiro. O simplemente: no tiro. Estoy por los años del  preparen…apunten, pero de fuego nada. Más bien despreparen y desapunten.


El asunto es que voy casi todos los días a la librería Fayad…y no a revolotear (aun siendo otra época, “revolotear” para nosotros siempre ha significado algo raro)…voy a ver libros. Así con todas las letras, porque según las solapas los precios de los buenos libros compiten, cuando menos con los del paquete de perros calientes. No puedo negar que leer es nutrirse, pero no precisamente de proteínas, grasas y carbohidratos como lo requieren las ancestrales normas de la sobrevida. 


Un pequeño burócrata cubano del 2015, no puede aspirar a mayor concentrado sanguíneo y mucho menos a un buen texto si el presupuesto viene solo de su salario estatal. Así que simplemente me abstengo de comprar y solo cumplo el rito del paseo literario libre de gastos, (y casi de energía corporal, lo hago a paso breve y respiración pausada). Primero despacito por los títulos: los infantiles, encantadores: el cangrejo ermitaño, a escobazos con los caballos, damitas crueles, las magas en la cocina… (en días festivos le compro alguno a los nietos y les borro el precio con cuidado).


Luego paso por los estantes de los narradores, los ensayistas y el resto (los historiadores, los científicos, los políticos, etc.) y finalmente por el de los poetas -mis preferidos-. Primero los cubanos y luego los otros (qué cubano-cubano no cree que Cuba es el centro del universo).  A veces encuentro un texto de algún amigo, a los amigos los trato con “deferencia” y confiado les leo un par de versos. Una vez le dije a Soleida (Ríos) en medio de una noche caldosa de Santiago. “-Yo a Ud. la admiro, aunque a veces estoy cansado-” Justificando que pescaba improductivo en las profundas aguas de  aquella discusión de “alta poesía”.  Luego hasta me plagiaron la frase.  Hoy leí en su libro ESTRIAS: “todos mis libros son iguales y tienen los dientes amarillos igual que el sol…”


A veces me dan ganas de comprar alguno. Pero no es solo por el dinero, también parece que me he quedado leyendo los mismos libros de la juventud. Aquellos que me recomendó allá por el año 74, Efraín Nadereau, parapetado detrás de un resplandeciente sello de la UNEAC en el lado izquierdo del pecho… y luego todos los que se han ido atravesando en mi camino por tantos años. Aun prefiero textos sostenidos en el aire por algún arriesgado equilibrio de ficción, algo con túnico blanco de gasa trasparente que se le vea la música del cuerpo. Hoy hallé uno: Las Comidas de Lezama. Me quedé con ganas de comprarlo, pero no alcancé a los 15 pesos.  

domingo, 15 de marzo de 2015

A propósito de Portland

Por Roberto RR

El día que llegué a Portland, recordé mi primer viaje a Dublín en un vuelo de Aer Lingus. Solo yo iba cubierto, abrigado, mientras los demás andaban  en pullovers y ropa ligera. Y es que para ellos, apenas comenzaba el verano, mientras que yo, en verdad, ignoraba en qué estación del año me encontraba. Lo cierto es que sentía como si el frío me quemara. Quizás era porque venía con el rabo entre las piernas, después de un largo tiempo  en Miami, donde las temperaturas son demasiado elevadas y el calor no siempre acaricia.
Foto del autor
Pero debo decir que sentí el primer abrazo de Portland a través de mis familiares a los cuales acudí en busca de apoyo.  Porque al llegar, me dominaba la incertidumbre, la zozobra  y el miedo a fallar en un territorio desconocido. Me sentía a merced de mi propia suerte y marcado por la fatalidad que me había perseguido de manera tenaz hasta ese momento. Llegar a esta ciudad oregoniana fue como alcanzar un oasis después de muchas horas atravesando el desierto. Me impresionó la hermosura de su paisaje, el saludo y la sonrisa de los transeúntes al cruzarme en la calle y la cordialidad de cada institución donde fui buscando empleo, aun cuando cada uno de mis esfuerzos siempre hallaba algún obstáculo. Vivir fuera de Cuba me ha obligado a enfrentar un montón de realidades. No bastaron mis viajes por Europa, ni mis dos años en África,  y tampoco mí permanencia de casi tres años en México. Hay un punto en que se siente que ya no hay marcha atrás, que ya no habrá regreso,  y es entonces que comienzas a cuestionar tus propias esencias. Cuando no vives en tu país, la necesidad de adaptación y de aprehender la nueva realidad de tu entorno, te obliga a adoptar hábitos y costumbres ajenas, que luego harás tuyas, y en ese mismo camino, hay una fuerza que te mueve a reafirmar tu identidad. Si cierto es que los cubanos tenemos características que nos distinguen, [y no son precisamente las que habitan algunos  mitos] los seres humanos en todas partes tenemos más cosas que nos unen que las que nos separan. The more together we’re, the happier we’ll be… [Mientras más juntos estemos, más felices seremos] así dice una canción que escuche a unos niños de Kindergarten hace apenas unos días. 
Foto del autor
Y estar juntos, a mi modo de ver la vida,  es sobre todas las cosas abrazar la diversidad, porque a fin de cuentas, todos los motivos de la igualdad están precisamente en la diversidad de cada ser humano que pisa esta tierra.
Los Estados Unidos y los americanos también tienen el fantasma de los buenos y malos mitos. Aquí en esta ciudad se me deshicieron muchos de esos mitos. Aprendí que los Americanos no son todos rubios y de ojos azules, que no son fríos y calculadores todos los del norte, y también que la sociedad y los ciudadanos de este país, son más nobles que arrogantes, mucho más tolerantes y flexibles que rígidos y severos. Y aprendí también que realmente ignoraba cuantas cosas  urge cambiar en este mundo.

lunes, 9 de marzo de 2015

El último tren lechero de mi madre…

Por Amael Rubio Acosta

A la vieja, increíble…

Candida Acosta, mi vieja [Habana, 1947]
Sé que no debió haber sido de esa manera, pero lo primero que me vino a la mente fueron aquellas clases de actuación casi clandestinas que nos dio Pedro -el flaco teatrista- en el Teatro del Pueblo ante un lunetario vacío, a plena diez de la mañana. Recordé un interesante y complicado ejercicio de pantomima donde concurrían a la vez varios hechos descontextualizados que había que vincular y dar sentido por medio de la improvisación del  “actor”.
En esta otra escena de la realidad, me había quedado perplejo ante el cadáver de mi madre, mientras alguien justo a mi lado hablaba por teléfono sobre salones de baile, cajas de cerveza, botellas de ron, cakes y bufets de fiesta, vestidos y trajes de baile, autos y taxis... Creo que no lo oía bien, pese a lo cercano. Me había quedado como extasiado en aquel rostro querido, aun cálido, estrenando el vacío y la pérdida. Allí no había nada que improvisar. La muerte se enseñoreaba en el cuerpo de mi madre y seguro que en el aíre, flotaban sus últimos dolores, su última incertidumbre, su pequeña batalla perdida y el mar oscurecido para siempre ante sus ojos que alguien compadecido, le había cerrado.
Estación Central de Ferrocarriles. Habana, Cuba
El tren ya definitivamente detenido, liberaba el calor de la última remontada por los elevados de la ciudad. Sus poderosos huesos aun quemaban al tacto. Quedaban pocos pasajeros buscando un taxi barato que los ayudara con tanto equipaje. Eran tiempos de cargar con la ración para no afectar la alimentación en la casa del familiar que te acogía en la capital. Era nuestro “tren lechero” de siempre: el No.1 cuando venía de Oriente, el No.3 cuando regresaba, o al revés. Culpable de nada, solo de la consabida parsimonia del homenaje tardío, como su propia existencia de tren de pobres.
La Estación Central seguía su marcha de saludos y despedidas, sin darle mucha importancia a que mi madre se había muerto de pronto en su salita de emergencias. Aunque yo y muchos otros, nos habíamos quedado definitivamente solos. De ella aprendí a amar la Habana. Desde muy joven venía por cualquier motivo. Creo que muchas veces vino simplemente por ver las avenidas y el mar, aunque le dijera al viejo que estaba muy enferma ...y venía al “Calixto” o  que alguno de la familia podría morir sin verla.

Alguien que no la amara pudo decir con rencor que “-la Habana, finalmente la había matado”-. Yo que la amé, digo que -vino a pagarle a la ciudad su deuda, con su alma simple y su olor irrepetible-.  Y claro, a estar el último rato conmigo. No lo dudo.
Cuando vino el carro fúnebre a recogerla, ya el tren no estaba y caía una llovizna imperceptible. Asordinados y lentos pasaban los autos con las luces bajas. Mi hermana lloraba en mi hombro conforme.... Finalmente, pudo cancelar por teléfono todos los aseguramientos de la fiesta de 15 de su hija menor. Motivo justificado -esta vez- para que mi madre viniera a celebrarlos.

domingo, 8 de marzo de 2015

Los Santos Desnudos

Por Amael Rubio Acosta

A mis socios de la adolescencia Macías, Mario, Roberto, el Garfio…

Nadie sabe cuando le empezaron a llamar Amarile, lo que si se sabe es que no fue en el barrio. Allí todos le decían Remberto, como le puso Remberto, su padre, el gallero. Un indio flaco con tres pelos canosos detrás de las orejas y unos dientes ambarinos  a causa del eterno cabo de tabaco que mordía mientras afeitaba a sus gallos dorados y hacía historias del tiempo de Maricastaña. De cuando España Chiquita llegaba a los bordes de Paseo y a la orilla del río y ningún negro se atrevía a mudarse al barrio de los gallegos. Remberto parecía muy viejo para ser el padre de Remberto, pero el muchacho lo respetaba más por eso y le pedía la bendición en las mañana cuando el hombre sacaba sus gallos de las jaulas donde dormían y los ponía a coger sol y a cantar en una coral interminable que se mezclaba con el radio-reloj de Marcela y los gritos de Nini espoleando a los hijos.
A Remberto nadie lo apuraba porque él no tenía madre y vivía con Remberto en el fondo del patio de gallos en un cuartico negro como la noche.  Llegaba el último a la fila un minuto antes de cantar el himno con una camisa demasiado blanca y demasiado planchada para un niño que vivía con un viejo gallero, era como si aquella no fuera su escuela y él estuviera de visita y por eso Elia, la maestra, no le exigía que tomara distancia y que abriera la boca para cantar el himno. Se sentaba en el muro a vernos bajo el sol, apretujados y cansados de la brega del matutino hasta que entrábamos. Llegaba el último y se sentaba junto a la pared del fondo y nunca la señorita le pidió la tarea ni lo mandó a la pizarra, ni le dio los bofetones que repartía democráticamente cuando se formaba algún problema. Eso si, era la flecha que nos llevaba la pelota de poli en medio del recreo y solo la compartía con Nivaldo, el gigante de sexto, el más abusador de todos, que solo respetaba a la directora que parecía una ratoncita, de tan bajita, cogiéndolo como a un conejo gordo por la oreja y amenazándolo con una regla más grande que ella.  
Remberto siempre decía que él era el mejor siol de Cuba y no era mentira. La gente se lo disputaba en los pitenes porque las cogía todas y le daba una línea a cualquiera. Cubría mucho terreno y era ágil y rápido, tenía el cuerpo de alambre de su padre, pero mucho más largo, más fuerte, más flexible, en verdad parecía que los bracitos iban a partírsele pero eran fuertes como cables. Su velocidad lo hacían un rival temible en las peleas, por eso era amigo de Nivaldo que en una ocasión le dio un golpe de sorpresa y le ponchó el ojo izquierdo.
El solo se lo cubrió por un momento y en un gesto de la mano se lo cerró y atacó a Nivaldo con tanta rapidez que lo tiró al piso y le ponchó el ojo izquierdo y el derecho y el gigante tuvo que pedir que se lo quitaran y así mismo con los ojos ponchados, cuando se paró le dio la mano y le dijo -cuenta conmigo, guapito-. Pero Remberto le dio la espalda y se fue rencoroso con el ojo dolorido, aunque después los vimos hablando bajito y planeando maldades juntos. Vivían exactamente en San Gregorio y el dos, en la misma esquina, en un pequeño cuadrado de tierra donde estaban las jaulas y los palos con los gallos amarrados y al fondo el cuarto desvencijado y oscuro como una cueva. Muchos creíamos que Remberto, el viejo, no entraba nunca allí, por muy temprano que nos levantáramos o por muy tarde que nos acostáramos estaba el viejo entre sus gallos como un Giro más con el cabo apagado y las venas oscuras de los brazos casi a flor de piel, sinuosas y vencidas por el paso del tiempo.  Al muchacho si lo veíamos salir o entrar, escurriéndose como un fantasma, con un short demasiado holgado y el pecho huesudo desnudo.  Solo se ponía la camisa blanca cuando salía para la escuela y en las noches frías de diciembre salía a la esquina con un viejo abrigo de ferroviario del viejo que le llegaba a la rodilla, pero solo con el short de caqui debajo. Jugábamos en el borde de la calle, con las hembras hasta las nueve, y después nosotros solos hasta que el viejo Remberto nos mandaba a dormir con un gesto agrio, como si ya estuviera cansado de hacerlo; hablaba despacio y dejaba la boca abierta como si la última letra no le acabara de salir de la garganta. Remberto era el primero que desaparecía en la boca del lobo y daba el ejemplo para la desbandada. Nos daba envidia el viejo, solo en la noche con su último gallo en el regazo.  A esa hora todo el mundo quería ser él, para ver la luna de la una y el airecito ligero de las dos.
Eran tiempos en que uno no se daba cuenta si la economía era buena o mala, a menos que llegara la fiesta de fin de curso o el trentiuno sin una camisita nueva que lucirle a Nenita, la hija de Concha, la mujer del florero. La novia de todos nosotros los varones de cuarto. Remberto era el único que la miraba con desprecio o con indiferencia, como si él fuera superior; aunque no fue por eso que nunca discutió con Remberto el problema de la camisa o los zapatos del fin de curso. Lo que hacía era que se sentaba en el borde de la acera con el mismo chorcito de siempre sin una queja y con la misma risita jadeante y sorda de otros días, amenazando con rompernos las camisitas nuevas de guinga sin la menor envidia.
El primer problema y las primeras dudas vinieron con el viaje al Puente Negro y al río de San Justo. Alguien lo contó en la esquina casi sin mencionar nombres. Remberto se tiró en la poceta más profunda sin saber nadar y se hundió por varios minutos pero luego salió nadando un poco torpemente, pero nadando y burlándose de todos. Cuando se iban se pusieron a orinar desde la orilla a ver quien ponía el chorro más lejos. Remberto no orinó, pero si observó a los demás con tanto interés que terminaron el juego de inmediato y guardaron sus delgados penes de adolescentes un poco asustados. Nadie comentó nada y volvieron corriendo y haciendo fuego a las pechitas y a los senserenicos, apaleando a los jubitos y retozando como cachorros, olvidados del hambre y de la hora. A todos los castigaron menos a Remberto. Fue fácil descubrir que se habían bañado en el río, solo con sacarle la ceniza del agua raspándole la piel de las piernas con las uñas y mirarle a los ojos rojizos de abrirlos bajo el turbio cauce.  Remberto se rió de todos porque el viejo ni se dio cuenta de dónde había pasado la tarde.
Muchas veces Remberto se perdía al salir de la escuela y no regresaba hasta que oscurecía. Volvía más flaco y macilento que nunca, muerto de hambre y hasta magullado. A veces nos decía que iba a jugar pelota a los campos del ferrocarril, donde se juega por dinero y hay que jugar con Pelencho y el Bruto,  dos hombrones que solo jugaban al jonrón y que por cualquier cosa se caían a golpes. Pero él seguía siendo el mejor siol de Cuba y le daba una línea a cualquiera.  A veces llegaba contando la línea que le dio a Pelencho en el tercero, o como al Bruto se le cayó el alacrán vivo que le anda por el cuerpo mientras batea cuando él le engarzó un rolin durísimo pegadito a segunda y lo sacó out, de calle, por mucho que el gigante corrió y por mucho que se revolcó en primera. Y que el tipo fue hasta el siol a darle cinco pesos y un pescozón por la cabeza por faltarle el respeto y ser tan bueno. El viejo nunca le dijo nada, al menos delante de uno de nosotros. Otras veces venía sombrío, más prieto que la tardenoche, contaba que se había ido a jugar balina a los barrios del sur, al potrero del inglés, a los yerberíos del Caribe a volar Cometa, o simplemente a conocer y a fajarse. Porque él quería ser un fajón y tener una navaja como la de Pelencho y que todo el mundo lo respetara, hasta nosotros que nos dábamos el lujo de saber que era un culicagao que no se atrevía con ninguna jevita. Ni con Dania, que cualquiera la toqueteaba y se quedaba tranquilita y le crecían los ojos y abría la boquita –con nueve años y tan puta-. Pero al final quién sabe en realidad lo que hacía, hasta cuando apareció el negro buscándolo. Vino con una carriola con cuatro cajas de bolas enormes que parecían de tren, con el cajón lleno de mamoncillos y los vendió todos casi regalados en la misma esquina. Dijo que lo iba a esperar a la hora que fuera, pero habló con el viejo Remberto y se fue como a las ocho. A las ocho y cuarto volvió Remberto y dijo que él no conocía a ningún negro y que no le debía nada a nadie y mucho menos a un negro feo, pero por la noche salió a la esquina con el viejo cuchillo de su padre en la cintura y miraba para San Gregorio, oscuro como la muerte, y para Santa Rita, negra como la Pirichi, pero no siguió bravuconeando.
El negro vino a la tercera noche, casi como a las diez. Lo sorprendió en medio de todos contando sus hazañas de mejor siol de Cuba y solo le dijo. – Tú lo que eres es tremendo maricón. Vine a buscar lo mío, dámelo, y no me hagas hablar delante de tanta gente, descarao, descará…-. El se puso de frente y empezó a pasarse la mano izquierda por encima de la boca como pensando qué insulto le iba a contestar al recién llegado. De pronto atravesó el patio de los gallos y se metió en la cueva casi corriendo y enseguida salió blandiendo un machetín oscuro, pero el negro se apendejó enseguida y se puso un poco más lejos. Le gritaba que le diera su dinero, pero no le repitió lo de maricón y lo de descarao… (y descará). Remberto se envalentonó y le cayó atrás y el negro salió huyendo hacia Cuartel y se perdieron en la noche y solo el viejo Remberto se aventuró a salir a buscarlo en aquellas calles oscuras con un gallo malatobo bajo el brazo y con los ojos fríos y el paso corto de  alguien que no tiene apuro, ni tiene miedo.

A Remberto se lo llevó Salazar, el policía que canta como Benny Moré, el papá de los tres hijos más chiquitos de Nini, que solo viene a dormir con ella a las tres de la mañana y se la tiempla sobre el bastidor que suena como el camioncito de Chichí cuando arranca por la madrugada. Se lo llevó sin esposarlo, por consideración a Remberto el gallero, que es un hombre mayor, dijo.
En el reclusorio de menores se destapó. Se fajó hasta con el oficial que lo atendía, que era un tipo buenísimo pero que lo revolcó contra el piso con una llave de lucha y lo dejó llorando de rabia impotente. Pero también fue a la provincial de pelota y pegó tres líneas y cogió un montón de rolins difíciles. Aunque en la guagua, cuando iban para el último juego se le tiró al quecher, un guajiro rubio ladrón de gallinas, y este le entró a patadas y le rompió la boca.  Pero nosotros, al menos yo, nunca supimos nada de eso, porque él jamás se ganaba un pase y el único que lo visitaba era el gallero y el pobre hombre solo decía que había crecido mucho y que era más alto que el más alto de nosotros, pero que seguía flaco y que no quería aprender. Pero de ahí nadie lo sacaba.
Decían que el negro se había muerto de las magulladuras del machetín mellado que le partió la carne y le rompió los huesos; porque Remberto no dejó de darle hasta que el viejo le gritó cuando lo adivinó como a cincuenta metros en la oscuridad. Que el negro andaba cobrándole por un negocio de carne entre hombre y hombre y el negro le cumplió por cinco pesos y él le prometió dárselos en cuanto le cogiera un rolin a Pelencho, pero el tiempo había pasado demasiado. Nadie creyó mucho el cuento porque… -ese javaito no tiene sangre de pato- dijo Chichí con la mitad del cuerpo tirada en medio de la calle y el resto debajo del camioncito. -Ese es guapo… y los maricones… son maricones-.
Fue cuando aprendimos que le llamaban Amarile. Por fin una tarde vino de pase, de la cárcel de mayores, vestido con una ropa blanca que parecía ajena, le quedaba ancha y se le escapaba de los brazos larguísimos como cables de barcos y de las piernas corvas, como ramas nuevas de Aroma. Nos recordó la mágica camisita escolar y la maestra Elia buscándolo con los ojos en medio del recreo para prevenir cualquier catástrofe.  Llegó en silencio como si se hubiera escapado, se metió en la cueva sin saludar a nadie, ni al viejo Remberto que lo vio pasar por su lado sin mirarlo, como un muerto. El viejo soltó el gallo y lo siguió despacio como pensando qué hacer con aquel gigante de madera y alambre.
Por la noche salió y se acercó al grupo del contén. Ha pasado el tiempo y algunos no nos sentamos al borde por alguna pequeña afectación de adulto o a cierto éxito primario y a todas luces insignificante. Pero nos quedamos de piernas abiertas, un pie en la acera y otro en la calle, para que se destacara la creciente portañuela y los pectorales, más por no haber otra cosa mejor, que por fidelidad. Tenía el esqueleto por fuera y la piel seca profusamente tatuada, pero nadie se atrevió a pedirle que lo mostrara. Las uñas de las manos eran largas y filosas y gesticulaba extrañamente. Contó algunas de sus guaperías en la prisión y sus rolins durísimos y las cogidas entre el polvo, y de los que sacó en primera y en jon. No preguntó por nadie, ni llamó a ninguno por su nombre, ni tocó a nadie en un gesto de confianza o para llamarle la atención, ni nos miró de frente. A ninguno. Algunas veces manoteó bien cerca de nosotros. Fue lo más que hizo. Las uñas destellaban en el aire acentuando las palabras. Nadie le preguntó nada. Cuando pareció darse cuenta de que estaba hablando casi solo se fue quedando callado; hasta que de pronto emitió una palabrota asordinada y se retiró al cuarto oscuro.
Esa noche nadie dijo nada, pero el silencio era gordo y en algún momento habría que darle camino.
Al día siguiente el viejo lo acompañó con un hermoso gallo dorado bajo el brazo como único lujo. Ese día Remberto parecía contento.
Al mes exacto supimos que lo habían asesinado. Como lo había previsto esa última noche. Por la espalda. Dicen que fue un canalla que  divulgó en la prisión que era -el marido de Amarile-  y él le desfiguró el rostro a puro piñazo, antes le advirtió que era -Amarile para los hombres y para las mujeres, pero no para cualquier basura-.

Cuando por fin hablamos de él alguien dijo que había sido el maricón más guapo del mundo, y el mejor siol…y un hombre respetuoso con su padre…y con las mujeres…y con los amigos que nunca quisieron ser suyos de verdad… y sobre qué hubiera pasado si aquel negro no se hubiera aparecido…aunque todo el mundo sabe que sobre todo habría sido un hombre triste, un tipo triste.