Por Amael Rubio Acosta
A mis socios de la adolescencia Macías,
Mario, Roberto, el Garfio…
Nadie sabe cuando le empezaron a llamar
Amarile, lo que si se sabe es que no fue en el barrio. Allí todos le decían
Remberto, como le puso Remberto, su padre, el gallero. Un indio flaco con tres
pelos canosos detrás de las orejas y unos dientes ambarinos a causa del
eterno cabo de tabaco que mordía mientras afeitaba a sus gallos dorados y hacía
historias del tiempo de Maricastaña. De cuando España Chiquita llegaba a los
bordes de Paseo y a la orilla del río y ningún negro se atrevía a mudarse al
barrio de los gallegos. Remberto parecía muy viejo para ser el padre de
Remberto, pero el muchacho lo respetaba más por eso y le pedía la bendición en
las mañana cuando el hombre sacaba sus gallos de las jaulas donde dormían y los
ponía a coger sol y a cantar en una coral interminable que se mezclaba con el
radio-reloj de Marcela y los gritos de Nini espoleando a los hijos.
A Remberto nadie lo apuraba porque él no
tenía madre y vivía con Remberto en el fondo del patio de gallos en un cuartico
negro como la noche. Llegaba el último a la fila un minuto antes de
cantar el himno con una camisa demasiado blanca y demasiado planchada para un
niño que vivía con un viejo gallero, era como si aquella no fuera su escuela y
él estuviera de visita y por eso Elia, la maestra, no le exigía que tomara
distancia y que abriera la boca para cantar el himno. Se sentaba en el muro a
vernos bajo el sol, apretujados y cansados de la brega del matutino hasta que
entrábamos. Llegaba el último y se sentaba junto a la pared del fondo y nunca la
señorita le pidió la tarea ni lo mandó a la pizarra, ni le dio los bofetones
que repartía democráticamente cuando se formaba algún problema. Eso si, era la
flecha que nos llevaba la pelota de poli en medio del recreo y solo la
compartía con Nivaldo, el gigante de sexto, el más abusador de todos, que solo
respetaba a la directora que parecía una ratoncita, de tan bajita, cogiéndolo
como a un conejo gordo por la oreja y amenazándolo con una regla más grande que
ella.
Remberto siempre decía que él era el mejor
siol de Cuba y no era mentira. La gente se lo disputaba en los pitenes porque
las cogía todas y le daba una línea a cualquiera. Cubría mucho terreno y era
ágil y rápido, tenía el cuerpo de alambre de su padre, pero mucho más largo,
más fuerte, más flexible, en verdad parecía que los bracitos iban a partírsele
pero eran fuertes como cables. Su velocidad lo hacían un rival temible en las
peleas, por eso era amigo de Nivaldo que en una ocasión le dio un golpe de
sorpresa y le ponchó el ojo izquierdo.

El solo se lo cubrió por un momento y en
un gesto de la mano se lo cerró y atacó a Nivaldo con tanta rapidez que lo tiró
al piso y le ponchó el ojo izquierdo y el derecho y el gigante tuvo que pedir
que se lo quitaran y así mismo con los ojos ponchados, cuando se paró le dio la
mano y le dijo -cuenta conmigo, guapito-. Pero Remberto le dio la espalda y se
fue rencoroso con el ojo dolorido, aunque después los vimos hablando bajito y
planeando maldades juntos. Vivían exactamente en San Gregorio y el dos, en la misma
esquina, en un pequeño cuadrado de tierra donde estaban las jaulas y los palos
con los gallos amarrados y al fondo el cuarto desvencijado y oscuro como una
cueva. Muchos creíamos que Remberto, el viejo, no entraba nunca allí, por muy
temprano que nos levantáramos o por muy tarde que nos acostáramos estaba el
viejo entre sus gallos como un Giro más con el cabo apagado y las venas oscuras
de los brazos casi a flor de piel, sinuosas y vencidas por el paso del tiempo.
Al muchacho si lo veíamos salir o entrar, escurriéndose como un fantasma,
con un short demasiado holgado y el pecho huesudo desnudo. Solo se ponía
la camisa blanca cuando salía para la escuela y en las noches frías de
diciembre salía a la esquina con un viejo abrigo de ferroviario del viejo que
le llegaba a la rodilla, pero solo con el short de caqui debajo. Jugábamos en
el borde de la calle, con las hembras hasta las nueve, y después nosotros solos
hasta que el viejo Remberto nos mandaba a dormir con un gesto agrio, como si ya
estuviera cansado de hacerlo; hablaba despacio y dejaba la boca abierta como si
la última letra no le acabara de salir de la garganta. Remberto era el primero
que desaparecía en la boca del lobo y daba el ejemplo para la desbandada. Nos
daba envidia el viejo, solo en la noche con su último gallo en el regazo.
A esa hora todo el mundo quería ser él, para ver la luna de la una y el
airecito ligero de las dos.
Eran tiempos en que uno no se daba cuenta
si la economía era buena o mala, a menos que llegara la fiesta de fin de curso
o el trentiuno sin una camisita nueva que lucirle a Nenita, la hija de Concha,
la mujer del florero. La novia de todos nosotros los varones de cuarto.
Remberto era el único que la miraba con desprecio o con indiferencia, como si
él fuera superior; aunque no fue por eso que nunca discutió con Remberto el
problema de la camisa o los zapatos del fin de curso. Lo que hacía era que se
sentaba en el borde de la acera con el mismo chorcito de siempre sin una queja
y con la misma risita jadeante y sorda de otros días, amenazando con rompernos
las camisitas nuevas de guinga sin la menor envidia.
El primer problema y las primeras dudas
vinieron con el viaje al Puente Negro y al río de San Justo. Alguien lo contó
en la esquina casi sin mencionar nombres. Remberto se tiró en la poceta más
profunda sin saber nadar y se hundió por varios minutos pero luego salió
nadando un poco torpemente, pero nadando y burlándose de todos. Cuando se iban
se pusieron a orinar desde la orilla a ver quien ponía el chorro más lejos.
Remberto no orinó, pero si observó a los demás con tanto interés que terminaron
el juego de inmediato y guardaron sus delgados penes de adolescentes un poco
asustados. Nadie comentó nada y volvieron corriendo y haciendo fuego a las
pechitas y a los senserenicos, apaleando a los jubitos y retozando como
cachorros, olvidados del hambre y de la hora. A todos los castigaron menos a
Remberto. Fue fácil descubrir que se habían bañado en el río, solo con sacarle
la ceniza del agua raspándole la piel de las piernas con las uñas y mirarle a
los ojos rojizos de abrirlos bajo el turbio cauce. Remberto se rió de
todos porque el viejo ni se dio cuenta de dónde había pasado la tarde.

Muchas veces Remberto se perdía al salir
de la escuela y no regresaba hasta que oscurecía. Volvía más flaco y macilento
que nunca, muerto de hambre y hasta magullado. A veces nos decía que iba a
jugar pelota a los campos del ferrocarril, donde se juega por dinero y hay que
jugar con Pelencho y el Bruto, dos hombrones que solo jugaban al jonrón y
que por cualquier cosa se caían a golpes. Pero él seguía siendo el mejor siol
de Cuba y le daba una línea a cualquiera. A veces llegaba contando la
línea que le dio a Pelencho en el tercero, o como al Bruto se le cayó el
alacrán vivo que le anda por el cuerpo mientras batea cuando él le engarzó un
rolin durísimo pegadito a segunda y lo sacó out, de calle, por mucho que el
gigante corrió y por mucho que se revolcó en primera. Y que el tipo fue hasta
el siol a darle cinco pesos y un pescozón por la cabeza por faltarle el respeto
y ser tan bueno. El viejo nunca le dijo nada, al menos delante de uno de
nosotros. Otras veces venía sombrío, más prieto que la tardenoche, contaba que
se había ido a jugar balina a los barrios del sur, al potrero del inglés, a los
yerberíos del Caribe a volar Cometa, o simplemente a conocer y a fajarse.
Porque él quería ser un fajón y tener una navaja como la de Pelencho y que todo
el mundo lo respetara, hasta nosotros que nos dábamos el lujo de saber que era
un culicagao que no se atrevía con ninguna jevita. Ni con Dania, que cualquiera
la toqueteaba y se quedaba tranquilita y le crecían los ojos y abría la boquita
–con nueve años y tan puta-. Pero al final quién sabe en realidad lo que hacía,
hasta cuando apareció el negro buscándolo. Vino con una carriola con cuatro
cajas de bolas enormes que parecían de tren, con el cajón lleno de mamoncillos
y los vendió todos casi regalados en la misma esquina. Dijo que lo iba a
esperar a la hora que fuera, pero habló con el viejo Remberto y se fue como a
las ocho. A las ocho y cuarto volvió Remberto y dijo que él no conocía a ningún
negro y que no le debía nada a nadie y mucho menos a un negro feo, pero por la
noche salió a la esquina con el viejo cuchillo de su padre en la cintura y miraba
para San Gregorio, oscuro como la muerte, y para Santa Rita, negra como la
Pirichi, pero no siguió bravuconeando.
El negro vino a la tercera noche, casi
como a las diez. Lo sorprendió en medio de todos contando sus hazañas de mejor
siol de Cuba y solo le dijo. – Tú lo que eres es tremendo maricón. Vine a
buscar lo mío, dámelo, y no me hagas hablar delante de tanta gente, descarao,
descará…-. El se puso de frente y empezó a pasarse la mano izquierda por encima
de la boca como pensando qué insulto le iba a contestar al recién llegado. De
pronto atravesó el patio de los gallos y se metió en la cueva casi corriendo y
enseguida salió blandiendo un machetín oscuro, pero el negro se apendejó
enseguida y se puso un poco más lejos. Le gritaba que le diera su dinero, pero
no le repitió lo de maricón y lo de descarao… (y descará). Remberto se
envalentonó y le cayó atrás y el negro salió huyendo hacia Cuartel y se
perdieron en la noche y solo el viejo Remberto se aventuró a salir a buscarlo
en aquellas calles oscuras con un gallo malatobo bajo el brazo y con los ojos
fríos y el paso corto de alguien que no tiene apuro, ni tiene miedo.

A Remberto se lo llevó Salazar, el policía
que canta como Benny Moré, el papá de los tres hijos más chiquitos de Nini, que
solo viene a dormir con ella a las tres de la mañana y se la tiempla sobre el
bastidor que suena como el camioncito de Chichí cuando arranca por la
madrugada. Se lo llevó sin esposarlo, por consideración a Remberto el gallero,
que es un hombre mayor, dijo.
En el reclusorio de menores se destapó. Se
fajó hasta con el oficial que lo atendía, que era un tipo buenísimo pero que lo
revolcó contra el piso con una llave de lucha y lo dejó llorando de rabia
impotente. Pero también fue a la provincial de pelota y pegó tres líneas y
cogió un montón de rolins difíciles. Aunque en la guagua, cuando iban para el
último juego se le tiró al quecher, un guajiro rubio ladrón de gallinas, y este
le entró a patadas y le rompió la boca. Pero nosotros, al menos yo, nunca
supimos nada de eso, porque él jamás se ganaba un pase y el único que lo
visitaba era el gallero y el pobre hombre solo decía que había crecido mucho y
que era más alto que el más alto de nosotros, pero que seguía flaco y que no
quería aprender. Pero de ahí nadie lo sacaba.
Decían que el negro se había muerto de las
magulladuras del machetín mellado que le partió la carne y le rompió los
huesos; porque Remberto no dejó de darle hasta que el viejo le gritó cuando lo
adivinó como a cincuenta metros en la oscuridad. Que el negro andaba cobrándole
por un negocio de carne entre hombre y hombre y el negro le cumplió por cinco
pesos y él le prometió dárselos en cuanto le cogiera un rolin a Pelencho, pero
el tiempo había pasado demasiado. Nadie creyó mucho el cuento porque… -ese javaito
no tiene sangre de pato- dijo Chichí con la mitad del cuerpo tirada en medio de
la calle y el resto debajo del camioncito. -Ese es guapo… y los maricones… son
maricones-.
Fue cuando aprendimos que le llamaban
Amarile. Por fin una tarde vino de pase, de la cárcel de mayores, vestido con
una ropa blanca que parecía ajena, le quedaba ancha y se le escapaba de los
brazos larguísimos como cables de barcos y de las piernas corvas, como ramas
nuevas de Aroma. Nos recordó la mágica camisita escolar y la maestra Elia
buscándolo con los ojos en medio del recreo para prevenir cualquier catástrofe.
Llegó en silencio como si se hubiera escapado, se metió en la cueva sin
saludar a nadie, ni al viejo Remberto que lo vio pasar por su lado sin mirarlo,
como un muerto. El viejo soltó el gallo y lo siguió despacio como pensando qué
hacer con aquel gigante de madera y alambre.
Por la noche salió y se acercó al grupo
del contén. Ha pasado el tiempo y algunos no nos sentamos al borde por alguna
pequeña afectación de adulto o a cierto éxito primario y a todas luces
insignificante. Pero nos quedamos de piernas abiertas, un pie en la acera y
otro en la calle, para que se destacara la creciente portañuela y los
pectorales, más por no haber otra cosa mejor, que por fidelidad. Tenía el
esqueleto por fuera y la piel seca profusamente tatuada, pero nadie se atrevió
a pedirle que lo mostrara. Las uñas de las manos eran largas y filosas y
gesticulaba extrañamente. Contó algunas de sus guaperías en la prisión y sus
rolins durísimos y las cogidas entre el polvo, y de los que sacó en primera y
en jon. No preguntó por nadie, ni llamó a ninguno por su nombre, ni tocó a
nadie en un gesto de confianza o para llamarle la atención, ni nos miró de
frente. A ninguno. Algunas veces manoteó bien cerca de nosotros. Fue lo más que
hizo. Las uñas destellaban en el aire acentuando las palabras. Nadie le
preguntó nada. Cuando pareció darse cuenta de que estaba hablando casi solo se
fue quedando callado; hasta que de pronto emitió una palabrota asordinada y se
retiró al cuarto oscuro.
Esa noche nadie dijo nada, pero el
silencio era gordo y en algún momento habría que darle camino.
Al día siguiente el viejo lo acompañó con
un hermoso gallo dorado bajo el brazo como único lujo. Ese día Remberto parecía contento.
Al mes exacto supimos que lo habían
asesinado. Como lo había previsto esa última noche. Por la espalda. Dicen que
fue un canalla que divulgó en la prisión que era -el marido de Amarile-
y él le desfiguró el rostro a puro piñazo, antes le advirtió que era
-Amarile para los hombres y para las mujeres, pero no para cualquier basura-.
Cuando por fin hablamos de él alguien dijo
que había sido el maricón más guapo del mundo, y el mejor siol…y un hombre
respetuoso con su padre…y con las mujeres…y con los amigos que nunca quisieron
ser suyos de verdad… y sobre qué hubiera pasado si aquel negro no se hubiera
aparecido…aunque todo el mundo sabe que sobre todo habría sido un hombre
triste, un tipo triste.