Por Amael Rubio Acosta
A la vieja, increíble…
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Candida Acosta, mi vieja [Habana, 1947] |
Sé que no debió haber sido de esa manera, pero lo primero
que me vino a la mente fueron aquellas clases de actuación casi clandestinas que
nos dio Pedro -el flaco teatrista- en el Teatro del Pueblo ante un lunetario
vacío, a plena diez de la mañana. Recordé un interesante y complicado ejercicio
de pantomima donde concurrían a la vez varios hechos descontextualizados que
había que vincular y dar sentido por medio de la improvisación del “actor”.
En esta otra escena de la realidad, me había quedado
perplejo ante el cadáver de mi madre, mientras alguien justo a mi lado hablaba
por teléfono sobre salones de baile, cajas de cerveza, botellas de ron, cakes y
bufets de fiesta, vestidos y trajes de baile, autos y taxis... Creo que no lo oía
bien, pese a lo cercano. Me había quedado como extasiado en aquel rostro
querido, aun cálido, estrenando el vacío y la pérdida. Allí no había nada que
improvisar. La muerte se enseñoreaba en el cuerpo de mi madre y seguro que en
el aíre, flotaban sus últimos dolores, su última incertidumbre, su pequeña
batalla perdida y el mar oscurecido para siempre ante sus ojos que alguien
compadecido, le había cerrado.
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Estación Central de Ferrocarriles. Habana, Cuba |
La Estación Central seguía su marcha de saludos y
despedidas, sin darle mucha importancia a que mi madre se había muerto de
pronto en su salita de emergencias. Aunque yo y muchos otros, nos habíamos
quedado definitivamente solos. De ella aprendí a amar la Habana. Desde muy
joven venía por cualquier motivo. Creo que muchas veces vino simplemente por ver las avenidas y el mar, aunque le dijera al viejo que estaba muy enferma ...y venía
al “Calixto” o que alguno de la familia
podría morir sin verla.
Alguien que no la amara pudo decir con rencor que “-la
Habana, finalmente la había matado”-. Yo que la amé, digo que -vino a pagarle a
la ciudad su deuda, con su alma simple y su olor irrepetible-. Y claro, a estar el último rato conmigo. No
lo dudo.

Cuando vino el carro fúnebre a recogerla, ya el tren no
estaba y caía una llovizna imperceptible. Asordinados y lentos pasaban los
autos con las luces bajas. Mi hermana lloraba en mi hombro conforme. ... Finalmente,
pudo cancelar por teléfono todos los aseguramientos de la fiesta
de 15 de su hija menor. Motivo justificado -esta vez- para que mi
madre viniera a celebrarlos.
En este tren viajé dos veces en mi vida. Y voy a hacer una anécdota que cuando la publique en mi blog te avisaré. Si quieres ve leyendo algo https://larosa.wordpress.com/
ResponderBorrarEspero que te comuniques con nosotros y tambien quisiera ser seguidor de tu blog. Estare esperando tu trabajo. Un abrazo
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