lunes, 9 de marzo de 2015

El último tren lechero de mi madre…

Por Amael Rubio Acosta

A la vieja, increíble…

Candida Acosta, mi vieja [Habana, 1947]
Sé que no debió haber sido de esa manera, pero lo primero que me vino a la mente fueron aquellas clases de actuación casi clandestinas que nos dio Pedro -el flaco teatrista- en el Teatro del Pueblo ante un lunetario vacío, a plena diez de la mañana. Recordé un interesante y complicado ejercicio de pantomima donde concurrían a la vez varios hechos descontextualizados que había que vincular y dar sentido por medio de la improvisación del  “actor”.
En esta otra escena de la realidad, me había quedado perplejo ante el cadáver de mi madre, mientras alguien justo a mi lado hablaba por teléfono sobre salones de baile, cajas de cerveza, botellas de ron, cakes y bufets de fiesta, vestidos y trajes de baile, autos y taxis... Creo que no lo oía bien, pese a lo cercano. Me había quedado como extasiado en aquel rostro querido, aun cálido, estrenando el vacío y la pérdida. Allí no había nada que improvisar. La muerte se enseñoreaba en el cuerpo de mi madre y seguro que en el aíre, flotaban sus últimos dolores, su última incertidumbre, su pequeña batalla perdida y el mar oscurecido para siempre ante sus ojos que alguien compadecido, le había cerrado.
Estación Central de Ferrocarriles. Habana, Cuba
El tren ya definitivamente detenido, liberaba el calor de la última remontada por los elevados de la ciudad. Sus poderosos huesos aun quemaban al tacto. Quedaban pocos pasajeros buscando un taxi barato que los ayudara con tanto equipaje. Eran tiempos de cargar con la ración para no afectar la alimentación en la casa del familiar que te acogía en la capital. Era nuestro “tren lechero” de siempre: el No.1 cuando venía de Oriente, el No.3 cuando regresaba, o al revés. Culpable de nada, solo de la consabida parsimonia del homenaje tardío, como su propia existencia de tren de pobres.
La Estación Central seguía su marcha de saludos y despedidas, sin darle mucha importancia a que mi madre se había muerto de pronto en su salita de emergencias. Aunque yo y muchos otros, nos habíamos quedado definitivamente solos. De ella aprendí a amar la Habana. Desde muy joven venía por cualquier motivo. Creo que muchas veces vino simplemente por ver las avenidas y el mar, aunque le dijera al viejo que estaba muy enferma ...y venía al “Calixto” o  que alguno de la familia podría morir sin verla.

Alguien que no la amara pudo decir con rencor que “-la Habana, finalmente la había matado”-. Yo que la amé, digo que -vino a pagarle a la ciudad su deuda, con su alma simple y su olor irrepetible-.  Y claro, a estar el último rato conmigo. No lo dudo.
Cuando vino el carro fúnebre a recogerla, ya el tren no estaba y caía una llovizna imperceptible. Asordinados y lentos pasaban los autos con las luces bajas. Mi hermana lloraba en mi hombro conforme.... Finalmente, pudo cancelar por teléfono todos los aseguramientos de la fiesta de 15 de su hija menor. Motivo justificado -esta vez- para que mi madre viniera a celebrarlos.

2 comentarios:

  1. En este tren viajé dos veces en mi vida. Y voy a hacer una anécdota que cuando la publique en mi blog te avisaré. Si quieres ve leyendo algo https://larosa.wordpress.com/

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  2. Espero que te comuniques con nosotros y tambien quisiera ser seguidor de tu blog. Estare esperando tu trabajo. Un abrazo

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