domingo, 8 de marzo de 2015

Los Santos Desnudos

Por Amael Rubio Acosta

A mis socios de la adolescencia Macías, Mario, Roberto, el Garfio…

Nadie sabe cuando le empezaron a llamar Amarile, lo que si se sabe es que no fue en el barrio. Allí todos le decían Remberto, como le puso Remberto, su padre, el gallero. Un indio flaco con tres pelos canosos detrás de las orejas y unos dientes ambarinos  a causa del eterno cabo de tabaco que mordía mientras afeitaba a sus gallos dorados y hacía historias del tiempo de Maricastaña. De cuando España Chiquita llegaba a los bordes de Paseo y a la orilla del río y ningún negro se atrevía a mudarse al barrio de los gallegos. Remberto parecía muy viejo para ser el padre de Remberto, pero el muchacho lo respetaba más por eso y le pedía la bendición en las mañana cuando el hombre sacaba sus gallos de las jaulas donde dormían y los ponía a coger sol y a cantar en una coral interminable que se mezclaba con el radio-reloj de Marcela y los gritos de Nini espoleando a los hijos.
A Remberto nadie lo apuraba porque él no tenía madre y vivía con Remberto en el fondo del patio de gallos en un cuartico negro como la noche.  Llegaba el último a la fila un minuto antes de cantar el himno con una camisa demasiado blanca y demasiado planchada para un niño que vivía con un viejo gallero, era como si aquella no fuera su escuela y él estuviera de visita y por eso Elia, la maestra, no le exigía que tomara distancia y que abriera la boca para cantar el himno. Se sentaba en el muro a vernos bajo el sol, apretujados y cansados de la brega del matutino hasta que entrábamos. Llegaba el último y se sentaba junto a la pared del fondo y nunca la señorita le pidió la tarea ni lo mandó a la pizarra, ni le dio los bofetones que repartía democráticamente cuando se formaba algún problema. Eso si, era la flecha que nos llevaba la pelota de poli en medio del recreo y solo la compartía con Nivaldo, el gigante de sexto, el más abusador de todos, que solo respetaba a la directora que parecía una ratoncita, de tan bajita, cogiéndolo como a un conejo gordo por la oreja y amenazándolo con una regla más grande que ella.  
Remberto siempre decía que él era el mejor siol de Cuba y no era mentira. La gente se lo disputaba en los pitenes porque las cogía todas y le daba una línea a cualquiera. Cubría mucho terreno y era ágil y rápido, tenía el cuerpo de alambre de su padre, pero mucho más largo, más fuerte, más flexible, en verdad parecía que los bracitos iban a partírsele pero eran fuertes como cables. Su velocidad lo hacían un rival temible en las peleas, por eso era amigo de Nivaldo que en una ocasión le dio un golpe de sorpresa y le ponchó el ojo izquierdo.
El solo se lo cubrió por un momento y en un gesto de la mano se lo cerró y atacó a Nivaldo con tanta rapidez que lo tiró al piso y le ponchó el ojo izquierdo y el derecho y el gigante tuvo que pedir que se lo quitaran y así mismo con los ojos ponchados, cuando se paró le dio la mano y le dijo -cuenta conmigo, guapito-. Pero Remberto le dio la espalda y se fue rencoroso con el ojo dolorido, aunque después los vimos hablando bajito y planeando maldades juntos. Vivían exactamente en San Gregorio y el dos, en la misma esquina, en un pequeño cuadrado de tierra donde estaban las jaulas y los palos con los gallos amarrados y al fondo el cuarto desvencijado y oscuro como una cueva. Muchos creíamos que Remberto, el viejo, no entraba nunca allí, por muy temprano que nos levantáramos o por muy tarde que nos acostáramos estaba el viejo entre sus gallos como un Giro más con el cabo apagado y las venas oscuras de los brazos casi a flor de piel, sinuosas y vencidas por el paso del tiempo.  Al muchacho si lo veíamos salir o entrar, escurriéndose como un fantasma, con un short demasiado holgado y el pecho huesudo desnudo.  Solo se ponía la camisa blanca cuando salía para la escuela y en las noches frías de diciembre salía a la esquina con un viejo abrigo de ferroviario del viejo que le llegaba a la rodilla, pero solo con el short de caqui debajo. Jugábamos en el borde de la calle, con las hembras hasta las nueve, y después nosotros solos hasta que el viejo Remberto nos mandaba a dormir con un gesto agrio, como si ya estuviera cansado de hacerlo; hablaba despacio y dejaba la boca abierta como si la última letra no le acabara de salir de la garganta. Remberto era el primero que desaparecía en la boca del lobo y daba el ejemplo para la desbandada. Nos daba envidia el viejo, solo en la noche con su último gallo en el regazo.  A esa hora todo el mundo quería ser él, para ver la luna de la una y el airecito ligero de las dos.
Eran tiempos en que uno no se daba cuenta si la economía era buena o mala, a menos que llegara la fiesta de fin de curso o el trentiuno sin una camisita nueva que lucirle a Nenita, la hija de Concha, la mujer del florero. La novia de todos nosotros los varones de cuarto. Remberto era el único que la miraba con desprecio o con indiferencia, como si él fuera superior; aunque no fue por eso que nunca discutió con Remberto el problema de la camisa o los zapatos del fin de curso. Lo que hacía era que se sentaba en el borde de la acera con el mismo chorcito de siempre sin una queja y con la misma risita jadeante y sorda de otros días, amenazando con rompernos las camisitas nuevas de guinga sin la menor envidia.
El primer problema y las primeras dudas vinieron con el viaje al Puente Negro y al río de San Justo. Alguien lo contó en la esquina casi sin mencionar nombres. Remberto se tiró en la poceta más profunda sin saber nadar y se hundió por varios minutos pero luego salió nadando un poco torpemente, pero nadando y burlándose de todos. Cuando se iban se pusieron a orinar desde la orilla a ver quien ponía el chorro más lejos. Remberto no orinó, pero si observó a los demás con tanto interés que terminaron el juego de inmediato y guardaron sus delgados penes de adolescentes un poco asustados. Nadie comentó nada y volvieron corriendo y haciendo fuego a las pechitas y a los senserenicos, apaleando a los jubitos y retozando como cachorros, olvidados del hambre y de la hora. A todos los castigaron menos a Remberto. Fue fácil descubrir que se habían bañado en el río, solo con sacarle la ceniza del agua raspándole la piel de las piernas con las uñas y mirarle a los ojos rojizos de abrirlos bajo el turbio cauce.  Remberto se rió de todos porque el viejo ni se dio cuenta de dónde había pasado la tarde.
Muchas veces Remberto se perdía al salir de la escuela y no regresaba hasta que oscurecía. Volvía más flaco y macilento que nunca, muerto de hambre y hasta magullado. A veces nos decía que iba a jugar pelota a los campos del ferrocarril, donde se juega por dinero y hay que jugar con Pelencho y el Bruto,  dos hombrones que solo jugaban al jonrón y que por cualquier cosa se caían a golpes. Pero él seguía siendo el mejor siol de Cuba y le daba una línea a cualquiera.  A veces llegaba contando la línea que le dio a Pelencho en el tercero, o como al Bruto se le cayó el alacrán vivo que le anda por el cuerpo mientras batea cuando él le engarzó un rolin durísimo pegadito a segunda y lo sacó out, de calle, por mucho que el gigante corrió y por mucho que se revolcó en primera. Y que el tipo fue hasta el siol a darle cinco pesos y un pescozón por la cabeza por faltarle el respeto y ser tan bueno. El viejo nunca le dijo nada, al menos delante de uno de nosotros. Otras veces venía sombrío, más prieto que la tardenoche, contaba que se había ido a jugar balina a los barrios del sur, al potrero del inglés, a los yerberíos del Caribe a volar Cometa, o simplemente a conocer y a fajarse. Porque él quería ser un fajón y tener una navaja como la de Pelencho y que todo el mundo lo respetara, hasta nosotros que nos dábamos el lujo de saber que era un culicagao que no se atrevía con ninguna jevita. Ni con Dania, que cualquiera la toqueteaba y se quedaba tranquilita y le crecían los ojos y abría la boquita –con nueve años y tan puta-. Pero al final quién sabe en realidad lo que hacía, hasta cuando apareció el negro buscándolo. Vino con una carriola con cuatro cajas de bolas enormes que parecían de tren, con el cajón lleno de mamoncillos y los vendió todos casi regalados en la misma esquina. Dijo que lo iba a esperar a la hora que fuera, pero habló con el viejo Remberto y se fue como a las ocho. A las ocho y cuarto volvió Remberto y dijo que él no conocía a ningún negro y que no le debía nada a nadie y mucho menos a un negro feo, pero por la noche salió a la esquina con el viejo cuchillo de su padre en la cintura y miraba para San Gregorio, oscuro como la muerte, y para Santa Rita, negra como la Pirichi, pero no siguió bravuconeando.
El negro vino a la tercera noche, casi como a las diez. Lo sorprendió en medio de todos contando sus hazañas de mejor siol de Cuba y solo le dijo. – Tú lo que eres es tremendo maricón. Vine a buscar lo mío, dámelo, y no me hagas hablar delante de tanta gente, descarao, descará…-. El se puso de frente y empezó a pasarse la mano izquierda por encima de la boca como pensando qué insulto le iba a contestar al recién llegado. De pronto atravesó el patio de los gallos y se metió en la cueva casi corriendo y enseguida salió blandiendo un machetín oscuro, pero el negro se apendejó enseguida y se puso un poco más lejos. Le gritaba que le diera su dinero, pero no le repitió lo de maricón y lo de descarao… (y descará). Remberto se envalentonó y le cayó atrás y el negro salió huyendo hacia Cuartel y se perdieron en la noche y solo el viejo Remberto se aventuró a salir a buscarlo en aquellas calles oscuras con un gallo malatobo bajo el brazo y con los ojos fríos y el paso corto de  alguien que no tiene apuro, ni tiene miedo.

A Remberto se lo llevó Salazar, el policía que canta como Benny Moré, el papá de los tres hijos más chiquitos de Nini, que solo viene a dormir con ella a las tres de la mañana y se la tiempla sobre el bastidor que suena como el camioncito de Chichí cuando arranca por la madrugada. Se lo llevó sin esposarlo, por consideración a Remberto el gallero, que es un hombre mayor, dijo.
En el reclusorio de menores se destapó. Se fajó hasta con el oficial que lo atendía, que era un tipo buenísimo pero que lo revolcó contra el piso con una llave de lucha y lo dejó llorando de rabia impotente. Pero también fue a la provincial de pelota y pegó tres líneas y cogió un montón de rolins difíciles. Aunque en la guagua, cuando iban para el último juego se le tiró al quecher, un guajiro rubio ladrón de gallinas, y este le entró a patadas y le rompió la boca.  Pero nosotros, al menos yo, nunca supimos nada de eso, porque él jamás se ganaba un pase y el único que lo visitaba era el gallero y el pobre hombre solo decía que había crecido mucho y que era más alto que el más alto de nosotros, pero que seguía flaco y que no quería aprender. Pero de ahí nadie lo sacaba.
Decían que el negro se había muerto de las magulladuras del machetín mellado que le partió la carne y le rompió los huesos; porque Remberto no dejó de darle hasta que el viejo le gritó cuando lo adivinó como a cincuenta metros en la oscuridad. Que el negro andaba cobrándole por un negocio de carne entre hombre y hombre y el negro le cumplió por cinco pesos y él le prometió dárselos en cuanto le cogiera un rolin a Pelencho, pero el tiempo había pasado demasiado. Nadie creyó mucho el cuento porque… -ese javaito no tiene sangre de pato- dijo Chichí con la mitad del cuerpo tirada en medio de la calle y el resto debajo del camioncito. -Ese es guapo… y los maricones… son maricones-.
Fue cuando aprendimos que le llamaban Amarile. Por fin una tarde vino de pase, de la cárcel de mayores, vestido con una ropa blanca que parecía ajena, le quedaba ancha y se le escapaba de los brazos larguísimos como cables de barcos y de las piernas corvas, como ramas nuevas de Aroma. Nos recordó la mágica camisita escolar y la maestra Elia buscándolo con los ojos en medio del recreo para prevenir cualquier catástrofe.  Llegó en silencio como si se hubiera escapado, se metió en la cueva sin saludar a nadie, ni al viejo Remberto que lo vio pasar por su lado sin mirarlo, como un muerto. El viejo soltó el gallo y lo siguió despacio como pensando qué hacer con aquel gigante de madera y alambre.
Por la noche salió y se acercó al grupo del contén. Ha pasado el tiempo y algunos no nos sentamos al borde por alguna pequeña afectación de adulto o a cierto éxito primario y a todas luces insignificante. Pero nos quedamos de piernas abiertas, un pie en la acera y otro en la calle, para que se destacara la creciente portañuela y los pectorales, más por no haber otra cosa mejor, que por fidelidad. Tenía el esqueleto por fuera y la piel seca profusamente tatuada, pero nadie se atrevió a pedirle que lo mostrara. Las uñas de las manos eran largas y filosas y gesticulaba extrañamente. Contó algunas de sus guaperías en la prisión y sus rolins durísimos y las cogidas entre el polvo, y de los que sacó en primera y en jon. No preguntó por nadie, ni llamó a ninguno por su nombre, ni tocó a nadie en un gesto de confianza o para llamarle la atención, ni nos miró de frente. A ninguno. Algunas veces manoteó bien cerca de nosotros. Fue lo más que hizo. Las uñas destellaban en el aire acentuando las palabras. Nadie le preguntó nada. Cuando pareció darse cuenta de que estaba hablando casi solo se fue quedando callado; hasta que de pronto emitió una palabrota asordinada y se retiró al cuarto oscuro.
Esa noche nadie dijo nada, pero el silencio era gordo y en algún momento habría que darle camino.
Al día siguiente el viejo lo acompañó con un hermoso gallo dorado bajo el brazo como único lujo. Ese día Remberto parecía contento.
Al mes exacto supimos que lo habían asesinado. Como lo había previsto esa última noche. Por la espalda. Dicen que fue un canalla que  divulgó en la prisión que era -el marido de Amarile-  y él le desfiguró el rostro a puro piñazo, antes le advirtió que era -Amarile para los hombres y para las mujeres, pero no para cualquier basura-.

Cuando por fin hablamos de él alguien dijo que había sido el maricón más guapo del mundo, y el mejor siol…y un hombre respetuoso con su padre…y con las mujeres…y con los amigos que nunca quisieron ser suyos de verdad… y sobre qué hubiera pasado si aquel negro no se hubiera aparecido…aunque todo el mundo sabe que sobre todo habría sido un hombre triste, un tipo triste.   

2 comentarios:

  1. Roberto, soy amigo de Dashiel, fuimos colegas en el flamenco, él a la guitarra y yo al cante. Soy natural de Guantánamo, y aunque viví muchos años en la Habana, nunca perdí de vista al Guaso. Me encantó muchísimo su relato, pues lo veo mayor que un cuento. Soy fiel a la lectura, y me encanta escribir, prefiero la narrativa. De lujo lo que ha escrito, viví en ese barrio, era del 4 %S.Lino y Bnfcecia. Magnífico, disfruté del tren lechero de Cuba a Portland, y de las refrescantes vistas de la ciudad de Guantánamo.

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  2. Gracias, Samir, este fin de semana Dashel me estuvo hablado de ti. Este proyecto es conjunto con otro guantanamero, amigo de la infancia que se llama Amael, ese es el testimonio del dia en que murio su madre. Hasta ahora he trabajado en los disenos y en todo lo que tiene qe ver con la publicacion de los trabajos en la red, pues como ya sabes es muy dificil hacerlo en Cuba, nos animan nuestros suenos de antano de hacer literatura que hoy siguen dandonos aire puro. Espero que te tengamos entre nuestros seguidores y que disfrutes todo lo que estamos haciendo. Un abrazo.

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